Ahí va un texto, ya veterano, y retejido practicamente a partir de la misma urdimbre. Va sobre la palabra entendida desde su potencia creadora del mundo humano. Y es que el hombre constituye el mundo que le es propio poniendo nombres a las cosas. Haste el punto que el mundo en el cual habita queda enhebrado desde la esencia misma de la palabra. Más allá de la riqueza del lenguaje el silencio en tanto ese ocáano que deslumbra, ciega y enciende.
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El lenguaje es nuestro límite, pero al tiempo la fibra que nos enhebra. Límite y fibra sirven nuestra forma, es decir, lo que nos delimita, diferencia y singulariza como humanos. Precisamente, el hecho de que la palabra nos constituya y modele permite afirmar que lo que no se nombra no existe, cerrándose así su emerger en la conciencia. Más allá del extendido culto a un experiencialismo de orden sentimental, que se contrapone a lo racional y a todo rigor, advirtamos cómo las palabras delimitan potencias de sentido y umbrales de la capacidad de conocer. Y no sólo; en la palabra acontece la propia instauración de la vida, de la vida de la que somos capaces, la medida del mundo que habitamos. La palabra será ahí cifra y símbolo de algo que la transciende pero, al tiempo, la exige. En la palabra viva vendrá a cobrar figura nuestra capacidad de experiencia anímica. Por esto mismo, la importancia de saber nombrar y dejar ser a las palabras de cara a la cualidad y forja de la propia capacidad de experiencia. Dejar ser a las palabras, acaso así se brinde una de nuestros registros más nucleaes. Consideremos que para lo propiamente humano todo empieza poniendo nombre y palabra al mundo.
De metáforas y recursos hermenéuticos dependerá la textura de vida que termine surgiendo. De la carencia de tales recursos, incluso, se podrá derivar la ignorancia sobre ciertos procesos vitales. Todo relato humano, sea éste mítico, poético o filosófico, no será sino la estela dejada por alguna singladura del alma. De ahí, su interés y su universalidad. La palabra, en tanto símbolo, encontrará así su esencia más allá de sí y en aquello que meramente indica. La mano que indica la luna como dice el famoso aforismo... Buen ejempolo de lo dicho será, a modo de ejemplo, la consideración de la palabra en el Zen, un orden sapiencial muy al tanto de los límites y complicaciones del lenguaje en sus excesos y, sincronicamente, muy preciso en el uso del lenguaje que constatamos en sus sutras.
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Acogerse a palabras inadecuadas o ajenas será todo menos irrelevante de cara a transitar en este mundo humano que no pocas veces nos avasalla. De ahí el tremendo peaje del acogimiento a tópicos y convenciones socialmente vigentes que, inadvertidamente, estabulan nuestra capacidad de experiencia. Ernst Jünger nos recordará en La Emboscadura esta dimensión mediadora del lenguaje como fuente de vida. En sus propias palabras “El lenguaje forma parte de la propiedad del ser humano, de su modo propio de ser, de su patrimonio heredado, de su patria, de una patria que le toca en suerte sin que él tenga conocimiento de su plenitud y riqueza... Así como la luz hace visible el mundo y su figura, así el lenguaje lo hace comprensible en lo más íntimo, y no cabe prescindir de él, pues es la llave que abre las puertas de los tesoros del mundo. La ley y el dominio en los reinos visibles y aún en los invisibles comienzan con el poner nombre a las cosas.”
En un contexto social e histórico como el de esta era titanes -asi llama Júnger al paisaje técnico que descolla en el siglo XX-, caracterizada por la administración y el control de la vida, ponderar la memoria de las palabras y su magia creadora quizá sea algo intempestivo. Tradicionalmente las tradiciones humanísticas, que se remontan a la hermenéutica renacentista de nuestra propia tradición cultural, habrían sido la gran reserva sapiencial y el marco educador en los últimos siglos. De ahí que la crisis de las humanidades, promovida por la cultura dominante, esté a la base de la intensidad crepuscular de nuestro tiempo. Lejos parecemos estar de los muchos siglos en los que el encuentro con las disciplinas humanísticas era el auténtico espejo y motor de la vida anímica. Las humanidades como paideia[1]… Arte, poesía, filosofía, literatura, historia. Todos esos saberes inútiles desde el punto de vista del dominio técnico de la vida pero fértiles desde la perspectiva de desatar nuestra capacidad de vida.
Calibremos que si algo nos exije la existencia como tránsito será el compromiso firme con nuestra propia creatividad, con nuestra capacidad de visión y con la investigación de esos lenguajes humanos capaces de indicar y amparar determinados viáticos del alma. El encuentro con la palabra viva dependerá pues de algo que rebasará completamente lo meramente verbal, lo libresco, lo erudito y el puro significado mental de los conceptos. En esa fuente acontece una clave en la que la vida irrumpe como esa agua que manó de la piedra tras ser golpeada con la vara...
Esta intimidad con la palabra, capaz de revelar su naturaleza creadora, nos la muestran singularmente los poetas. Con seguridad, su singular modo de relación con la palabra, es el que con mayor nitidez nos revela cómo ésta, transparentando y cristalizando mundos, manifiesta esa potencia creadora. Y es que la poética, acaso como ningún otro uso del lenguaje, muestra ese umbral de intimidad con la palabra y su potencia. Una intimidad fértil que nos revela la esencia de la palabra como forja de lo humano. En realidad, esta potencia creadora de la palabra será esa esencia, generalmente impensada, de toda palabra y de todo uso del lenguaje; aunque, como vengo afirmando, en pocos ámbitos como en el de la palabra poética, quedará desvelada esa intimidad del lenguaje instaurando mundos...
Esta potencia creadora de la palabra nos dará cuenta de la esencia y, también, del Misterio que acoge el lenguaje. Un Misterio que irá de la mano de las posibilidades de vida en las muy diversas texturas que la vida ofrece. En esas texturas la vida se nos mostrará como un caleidoscopio de Misterio, la zoé de los antiguos griegos, la vida toda desplegando su colosal drama... A la base del mundo humano los diversos estados del alma entrelazándose, complejamente, con las diversas secciones de lo real -los estados del ser- que corresponden con tales estados. La llamada cadena -seira- del ser, que decian los neoplatóncos citando a Homero, la cadena aurea uniendo sus diversos eslabones en el tránsito del alma.
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Hugo Mujica, en la estela de Martin Heidegger, se refiere a esa palabra de vida como a la expresión de un “escuchar ontológico”, es decir, de un escuchar de las potencias del Ser y de la vida. Lo que nos introducirá al tránsito hacia el silencio como esfera propia de toda atención y de todo desvelamiento.
Desde esa capacidad de atención liberada, en palabras de Mújica[2], “el hombre volverá en ello a lo propio y desde lo propio todo será puesto inicialmente al descubierto... y -el hombre- será tocado por la esencia cercana de las cosas. El hombre mortal habitará, en definitiva, poéticamente, habitará desde la manifestación inicial, creacional, desde la poiesis. Y volverá a conjugar el juego del mundo, el juego de los mortales y los dioses, el cielo y la tierra, un día de fiesta…”. El hombre se volverá hacia lo propio nos dice Mújica, esto es, hacia la creatividad de su vida anímica, hacia el temple de su propio espíritu transitando esa cadena del ser a partir de su propia capacidad de atención… Ahí precisamente acontecerá la vida derramándose en el alma al encuentro del mundo. En la poiesis[3] la palabra encontrará su carne y la refinada potencia de vida que esconde. Si bien lo dicho interpela a todo uso del lenguaje será en la poesía donde quede desvelado, con más claridad, el mandato fundamental de la palabra. Un mandato potente que a partir de la visión de y la escucha realiza y aquilata posibilidades de vida.
Hasta lo dicho llegaría la tensión de la palabra llevada a esa esencia simbólica que se limita a indicar. Hasta la misma instauración de una vida renovada más allá de la palabra. La palabra como espejo y acicate que siempre se transciende a sí mismo, como insinuación que inspira y cataliza figuras de vida... Con la capacidad de ver y crear nos las vemos. Ante la palabra poética no estaremos ante asunto meramente estilístico, rítmico o melódico. Ahí palabra equivale a palabra propia, a palabra íntima, a palabra que se hace carne, a lo cualitativamente más íntimo. Y la palabra propia lo será por conjurar e indicar el desenvolverse de la vida propia, por resonar en nuestra alma en tanto un resolutivo cauce para el cuerpo vivo.
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Un asunto completamente irrelevante será el de la autoría de la palabra. Ya he indicado que tampoco es cuestión de su brillo formal. Estamos ante un encuentro con el lenguaje capaz de remontarse hasta esa esencia creadora de la palabra que tan bien nos muestran los poetas en su canto. No se trata de ingenuamente imitar las tareas versificadoras de Safo o de algún poeta meritorio sino de encontrar la palabra propia. Tanto da si uno se dedica o no a escribir ya que poeta es quien hace y crea asimilando la palabra a partir desde su percibir y sentir íntimo. Me remito al significado de poiesis. Se trata más bien de abrirse a la vida en la palabra que la instaura, de acceder a esa esencia del lenguaje que indica viáticos al alma en la atención al lenguaje poético. Ahí la palabra se encarna, alumbra universos, transforma mundos, cristaliza visiones... Por eso, quien encuentra la propia palabra accede a una auténtica reserva del espíritu y de la creatividad humana. Tal será la relevancia de pensamiento, imaginación y narración a la hora de elaborar nuestra existencia. Hombre y relato serán uno y lo mismo. De ahí, la importancia del cultivo y la atención a esa capacidad de palabra que se plasma en todo relato, sea éste de orden imaginativo o puramente intelectual.
En lo referente a lo dicho el encuentro con las palabras de los demás no será desde luego un asunto menor. Advirtamos la enorme riqueza que depara el encuentro con la palabra de esos pioneros que se adentraron por las mismas aventuras del espíritu catando lo real. Su testimonio recapitula la cualidad de su experiencia y los referentes humanísticos convocados. El encuentro con estos referentes, abiertos con naturalidad a literatura, arte y filosofía, será existencialmente decisivo. No olvidemos que en las tradiciones humanísticas acontecen glosadas las posibilidades de la vida anímica. Ernst Jünger, muy certeramente, nos dirá sobre quien intenta sobrevivir en esta era de los titanes desatados: “no podría encontrar lo que es justo más que en el interior de sí. De las cosas que hay que defender nos enteraremos más bien leyendo a los poetas y los filósofos”. Hay que atender a la potencia de la palabra en las palabras de poetas y filósofos. El poeta conjura la vida. El filósofo encuentra su quicio en ese saber que indica la vida. Al modo del mythos, al modo del logos…
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El horizonte de la existencia es llevarnos al límite, a ese límite en el que la palabra humana se desdibuja y florece en la vida que irrumpe. La vida del hombre, su byos[4], encontrando su horizonte de plenitud en la zoé, en la vida-toda desvelándose en intensidad, verdad y belleza…
Hombre y palabra encontrarán su sentido siempre más allá de sí. En su propia finitud y capacidad de apertura. Paradójicamente pocas cosas abisman y violentan tanto al hombre que el acceso a su propia finitud. En la finitud el tempo del lenguaje encuentra un umbral de silencio que no deja de inquietar al alma atizando sus temblores más primarios. Más alla del temor y del temblor el silencio del alma quedando bien abierta a la vida y el silencio de una potencia generadora de vida que todo lo acoge... En realidad, nada hay sino un océano de silencio con olas que lo recorren surgiendo y retornando al silencio. Cualquier tradición sapiencial que se precia atenderá, básicamente, a ese silencio que alcanza más allá de nuestras retoricas internas tan enhebradas en las pasiones del alma. El hallazago de nuestra capacida de silencio verá renacer nuestra percepción y nuestra capacidad de conocer en esa atención pura que dijera San Juan de la Cruz. Y lo más tremendo, constatará al propio silencio habitando al fondo del alma. Cultivar el Gran Silencio atendiendo a esa palabra que nos dice...
[1] Paideia; podría
traducirse por educación aunque su significación es más amplia. Mitologia,
filosofía, poesía, teología, el teatro, los cultos y las liturgias debidas a los dioses, los
rituales mistéricos… Todo ello enhebraba la paideia griega
[2] Hugo
Mújica. Origen y Destino.
[3] La
palabra poesía viene del griego poiesis pero reveladoramente el
significado original de poiesis alude a creación, fabricación.
[4] Los antiguos griegos diferenciaban la zoé, la vida toda, la vida en general, de la byos o vida singular de cada organismo.