(1)
Un amigo del FB me preguntaba por la difusión y la reputación
en España de la obra del colombiano Gómez Dávila y desde entonces he
andado indagando sobre el tema y leyendo fragmentos de sus escolios. Me llamó
la atención su buena relación con García Márquez, con el que coincidía
en las más selectas tertulias de la intelectualidad bogotana. Gabo decía
que si él no fuera marxista pensaría del mismo modo que Dávila
reconociendo así la buena relación que había entre ambos y la elevada estatura
intelectual que le reconocía. Y todo nos indica que acertaba ya que ante Dávila
estamos en presencia de uno de los más finos artesanos de la palabra escrita en
castellano de la segunda mitad del siglo XX al tiempo que con alguien tremendamente
singular y de apabullante cultura que veía en el cultivo de la literatura, de la
filosofía y de las tradiciones humanísticas una paideia[1]
atenta al cultivo del espíritu y al cuidado de sí. Este vínculo con las humanidades,
abiertas a la propia creatividad y al saber vivir, será decisiva para Dávila.
Hasta el punto de indicarnos una manera de habitar el mundo entendida desde el ocio
más libérrimo dedicado a la indagación en esas tradiciones humanísticas en
tanto templo del espíritu y recurso de abundancia. La vindicación del ocio y de
las humanidades entrelazándose en estos tiempos de tecnociencia triunfante... No
se me ocurre nada más intempestivo…
Franco Volpi, uno de sus lectores más originales, acuñará la expresión biblioterapia para indicarnos esta potencia que serviría el acercamiento a las disciplinas humanísticas según el bogotano. Estas serían capaces de poner a nuestra disposición otros paisajes y otras veredas que las impuestas por nuestro tiempo permitiéndonos ver con otros ojos; lo que siendo condición para el pensar amparará un viaje que bien nos podría sacar de los condicionantes de nuestro tiempo y de sus exigencias hermenéuticas. Para Dávila la condición de lo afirmado será ese carácter puramente ocioso del acercamiento al margen de cualquier interés, por ejemplo, académico o curricular, que intercepte la riqueza potencial divisando así "una vida que no quiere hallar sino en sí misma la causa de sus ocupaciones y de sus quehaceres". De ahí su radicalidad en defender la intimidad y la privacidad de una tarea que excluría incluso exigencias de orden político. En sus propias palabras "la indiferencia social es una de las posiciones más respetables de nuestra civilización agonizante y conviene defenderla". Se trataría, por tanto, de dejar hacer a tal encuentro dejando de lado cualquier finalidad al margen del mismo y cultivando el llamado pathos de la distancia, que dijera Nietzsche, respecto de lo contemporáneo. No nos deberá extrañar la distancia y el desprecio que Dávila cultivó hacia la crítica literaria de oficio o la filosofía profesional.
La forma de entender y de entenderse en la literatura delimita su vínculo con la palabra y su peculiar modo de escribir a través de escolios o comentarios. El colombiano escribirá para sí viviendo la literatura a partir de sus propias aclaraciones e indagaciones en sus lecturas y sin pretender comunicar ni sistema ni discurso terminado alguno. Abordará su relación con la palabra como un escoliasta haciendo comentarios sobre asuntos que, básicamente, le estimulen y le den que pensar. Dávila nos trasladará asi su relación íntima con la literatura desde la vida que desvela.
Este tiempo íntimo, de absoluta libertad interior,
quedaría confrontado con el tiempo del trabajo productivo ordenado desde el
altar del consumo. Un tiempo que pugnaría por la finalidad pecuniaria que se persigue
a diferencia del tiempo de la paideia en la que la actividad que como
tal se realiza y la finalidad de lo que se hace coincidirían en el propio
cultivo de sí. Del consumidor nos dirá “Ideario del hombre
moderno: comprar el mayor número de objetos; hacer el mayor número de viajes;
copular el mayor número de veces”.
Recuérdese lo dicho por Aristóteles sobre cómo
la felicidad del hombre, la eudaymonia, en tanto vida plena del alma fruto
de la virtud, debe ser cultivada como un fin en sí mismo y no como medio para
conseguir algún fin. En la eudaymonia actividad y finalidad son uno y lo
mismo. Lo aristotélico resuena con fuerza en el dictum del bogotano.
(2)
Nicolás Gómez Dávila
se declarará explicitamente reaccionario y contramoderno. Algo que no puede
sublevar a quien esté familiarizado con discursos críticos con la modernidad al
tiempo que escandaliza a quien se mueva nítidamente dentro de sus parámetros.
En mi caso, influido por autores como Nietzsche y por su estela crítica del
nihilismo, la distancia con la modernidad no es algo que pueda conmoverme, al
revés, me parece una perspectiva disidente que solo puede abrir veredas y
desmontar determinados relatos oficiales más frágiles de lo que suele
suponerse. No olvidemos que la historia, también la historia de la filosofía,
la escriben los vencedores y que no pocas cosas se quedan en la recámara o en
un discreto segundo plano. En tal sentido si algo exige lo contemporáneo es
volver a pensar, que no será sino pensar desde otros quicios para levantar acta
del carácter crepuscular del proceso histórico que nos mece. Su modo de entender el pathos de lo reaccionario, en tanto reacción ante lo dado, creo que se explicita muy bien cuando nos dice "la historia de la filosofía se ordena desde dos reacciones victoriosas: Platón y Kant"
Entiendo que a un moderno Dávila le desafiará
en sus argumentarios; lo que no se traducirá en problema alguno para quien, al
modo de García Márquez, valore la finura intelectual de quien escribe y
sepa leer, como invitado a un viaje, sin la exigencia de consenso con quien se
lee. Personalmente tampoco me disuade su carácter cristianocatólico por el modo
en que establece tal referencia. Dávila, en sus propias palabras, es un
pagano que se hace católico, un griego que como griego queda abierto a Cristo.
Su cristianismo está muy lejos de las modas intelectuales del siglo XX y,
efectivamente, se recrea en la patrística, en el valor de lo ritual -de ahí su crítica a la refoma litúrgica- y en esa
mirada griega que atenderá a Cristo enamorada del perdón que irradia el logos
encarnado… En sus propias palabras: “El cristianismo no inventará la noción de
pecado sino la de perdón”.
No será, por tanto, casual que este bogotano ilustre se distancie del modernismo católico, sin por ello acusar una perspectiva claramente neoescolástica o tradicionalista, o que vindique a Platón desde su manera de mirar el cristianismo. En sentido estricto su perspectiva no se ajustará a la del catolicismo tridentino al uso o, en todo caso, la enriquecerá desde otra perspectiva; la propia de la sabiduría cristiana que empieza a cuajar en gentes como Orígenes, cuaja ya en Gregorio de Nisa y cristaliza quedando compendiada en Agustín de Hipona. Me refiero a la perspectiva de los padres de la Iglesia. Desde tal perspectiva filosofía, teología, rito y espiritualidad se encuentran completamente ensambladas desde la esfera de un cristianismo interior que sirve un itinerarium, en palabras del de Hipona, de descubrimiento de Cristo en el interior del alma y de profundización en la fe. Credo ut intelligam -creo para entender- nos dirá el de Hipona lo que compendiará todo el debate occidental sobre la razón y la fe y sobre el saber del que el hombre es capaz. Avant la lettre y a pesar de la vindicación que se hace de Dávila en ciertos entornos tradicionalistas le veo más en la estela del catolicismo promovido por Cisneros en la primera mitad del XVI, renacentista y de acento erasmista, que en el catolicismo de combate puramente contrarreformista y ciertamente cauteloso por lo que se refiere a las viejas veredas del espíritu. No en vano entenderá el catolicismo desde el ejercicio y la figura del alma que se nos demanda en la orientación a lo divino pero tambien desde el amor de Dios y desde la gracia y, por tanto, desde el reconocimiento de la insuficiencia del hombre ante el ejercicio de orientación y transformación que se le exige en el pasaje hacia ese itinerarium. Muy provocadoramente nos dirá que nuestra última esperanza es la injusticia de Dios ya que desde la mera justicia y desde el mero merecimiento solo quedaríamos desvalidos y desfondados. La dependencia de la gracia y del amor de Dios será plena exigíendosele al hombre, por su parte, su propia capacidad para la libertad, su libre albedrio, en el movimiento hacia la gracia derramándose que pone al hombre en ese itinerarium que dijera el de Hipona
(3)
Nicolas Gómez Dávila. Estamos
ante un platónico helenista y este perfil es lo que desvela la perspectiva de
complejidad de todo lo afirmado. Consideremos que si algo mide y calibra al
colombiano es la gran relevancia que da a la literatura y al pensamiento griego
y, a partir de ahí, a la cuestión del eros capaz de abrirse a lo sensual
y también a lo transcendente. Dávila creo que entendería a la perfección
eso que dijera Eliade de que la atención a la belleza es lo que delimita
la religión griega... Recuérdese la escala de Diotima en el que eros,
en su pasaje orientándose hacia lo transcendente, atiende tanto a la belleza de
los cuerpos como al más allá del ser. La atención a la erótica de los cuerpos e
incluso a la sensualidad ocupará un papel relevante en la reflexión del bogotano. Sin vacilación alguna pretenderá delimitar y reconocer lo sensual desde una
clave metafísica. Al tiempo nos dirá expresamente que la promiscuidad sexual no
será más que esa propina con la que el poder aquieta a sus esclavos. Sin
mojigatería alguna es plenamente consciente de la potencia que ahí se mueve y
de su relevancia psicoanímica.
Da de sí la crítica de este pensador colombiano al
tiempo que cuestiona esa dulce sensación de libertad sexual consagrada por la cultura
de los sesenta y, finalmente, puesta al servicio de la sociedad de mercado en
su programática de gestión del deseo. Análogamente, da también de sí ese vínculo que Dávila
pretende trazar entre la esfera de la sensualidad y el espíritu desbordándose.
No, no estamos ante un católico pacato sino, acaso, con un renacentista que se
complacería con la glorificación del cuerpo a la que nos lanza la gramática
estética de la Capilla Sixtina y que chirriaría ante el tapado de los cuerpos
que en 1564 ordenó Pio V ya en una estela post-tridentina. Un error que
la Iglesia tuvo a bien rectificar hace unos pocos años y que devolvíó la
Capilla Sixtina a su semántica y esplendor original.
Quedamos confrontados, por tanto, ante alguien
singular que, sin embargo, expresa una fibra relevante y casi constitutiva,
repito constituiva, de la cultura occidental. Efectivamente, no deja de ser
revelador que alguien que se ubica con nitidez en ese gozne grecocristiano que
alumbra la cultura occidental solo pueda ser percibido, hoy en día, como alguien
singularísimo y extraño. Ahí nos las vemos; en pleno ocaso y hallando una clave.
(4)
Desde el marco esbozado por este pensador intenso y provocador y cuestionando el devenir de Occidente se declarará reaccionario para a partir
de ahí acometer una praxis de derribo de ídolos contemporáneos que pondrá al
servició de una crítica tremendamente erudita y sutil. No se declarará
reaccionario gratuitamente. Tampoco estaremos ante un reaccionarismo puramente
estético. Con tal etiqueta pondrá en cuestión la vereda tomada por la cultura
occidental en los últimos siglos y lo hará, en sus propias palabras, como lo haria un campesino medieval indignado. Reaccionando visceralmente ante la disolución de un legado y de un patrimonio intelectual. A la base de esa crítica encontraremos la
crítica del olvido de la alteridad divina en tanto esfera que orienta la
reflexión y la mirada del hombre. Así, el hombre alcanzaría su figura y su
potencia cognoscente a partir de una alteridad divina que lo constituye en su
intimidad. Recuérdese lo ya afirmado sobre ese itinerarium el cual
delimitará la plenitud del conocer del hombre… Muy lejos de lo dicho el hombre
moderno habría sustituido esa esfera íntima de transcendencia por la apelación secularizada a la idea moderna de hombre. Esta programática solo habría venido a
empobrecer en lo humano demasiado humano, que dijera Nietzsche, su
capacidad de vida. En resumen, para Dávila la negación y el no
reconocimiento de la esfera de lo sagrado en el atanor del alma, básicamente, habría
servido impotencia y vulgaridad anímica. Al tiempo, los desajustes políticos modernos tendrán todos a su base un error teológico.
Ahí arrancará su crítica a la ciencia moderna en tanto saber mitificado que para la sociedad de masas revela la verdad de las cosas desvelándonos lo real. Dávila la entenderá como un saber aplicado y meramente instrumental dependiente de la mentalidad técnica que, por lo demás, se ocupará de parcelas específicas de realidad en clave tecnoperatoria pero en ningún caso de la verdad como gran cuestión teorética. Codo a codo con Ortega o María Zambrano el bogotano, a partir de la prevalencia del conocimiento científico en la modernidad y de la mentalidad científicotécnica, entenderá el modo contemporáneo de entender la razón atravesado por ese caràcter instrumental dado al conocer. Lo que alumbrará, en términos filosóficos, una racionalidad analítica completamente alejada de la vida del alma y de la esfera de lo vivido. Desde esta estela crítica orteguiana Zambrano y Dávila divisaran las viejas veredas del espíritu como horizonte decisivo en la vida del hombre.
La crítica a la democracia moderna arraigará también
en ese olvido de lo sagrado por presuponer lo puramente democrático su
desplazamiento en tanto esa fuente poderosa capaz de constituir al hombre en
sus relaciones sociales. En realidad, para Dávila solo la religión y sus
rituales tendrán capacidad de constituir comunitas… Recuerdese a Platón en Las leyes. De ahí el colosal y
sonado fracaso de la modernidad, desde la ausencia de rituales, a la hora de
constituir politicidad desde la mera razón. A la hora de calibrar la crítica de
Dávila no olvidemos que todo el proceso político moderno, formateado
desde la tecnociencia, pareciera culminar en el paisaje transhumanista de la
tecnocracia y sus colosales entramados de poder diluyendo lo humano. En tal
paisaje la persona singular se verá desplazada por una innominable maquinaria colectiva
en la cual quedaríamos todos integrados como consumidores. La percepción del
mundo como gran maquinaria será importante para el bogotano ya que
apunta al desvanecimiento de lo humano en las sociedades modernas. En sus
propias palabras “la máquina moderna es más compleja cada día, y el hombre
moderno cada día más elemental”. Me he referido a algo tan a pie de obra, tan
referido al aquí y al ahora, como el desvanecimiento
de lo humano. Matizo que me refiero al desvanecimiento de la persona singular, del concreto humano, del cuerpo vivo, y al acoso que éste padece en las sociedades masificadas del presente desde los
procesos de standarización en curso
Desde lo dicho se entenderá la distancia de Dávila
respecto de la sociedad de masas en la medida en que en esta cristaliza tal
medida de degradación de lo humano. De las ideologías nos dirá “las ideologías
se inventaron para que pueda opinar el que no piensa”. O lo que es lo mismo
para que todo el mundo crea tener criterio sin tener idea alguna en la cabeza.
Para Dávila las ideologías aseguran grandes rentabilidades a la hora de
consolidar el dispositivo de poder moderno y tecnocientífico enajenando lo humano.
A partir de su propia mirada, solo comprensible en
quien es consciente de que habita un mundo en finiquito y errado en sus mismas
bases, las provocaciones irreverentes de Dávila a la conciencia del
hombre contemporáneo afloraran en su obra jugando con el lector y con sus
tópicos. Desde esa finura intelectual que deslumbra y a partir de la tradición
filosófica occidental a la que se adscribe.
[1] Paideia;
podría traducirse por educación pero el campo de significación es mucho más amplio ya que alude a la formación
integral que debe facilitar todo el legado intelectual, artístico, literario,
filosófico, ceremonial y ritual en el que el griego de la época clásica
adquiría la condición de buen ciudadano.
No hay comentarios:
Publicar un comentario