miércoles, 1 de agosto de 2018

El don de la ebriedad (II): Platón y el viaje del alma

En la anterior entrada abordé una aproximación general a la locura iluminada en la Grecia antigua al tiempo que apunté la referencia platónica de la misma. Platón la asimila con lo mistérico, con la erótica, con las iluminaciones de los poetas, con esa vieja sabiduría que también buscan los filosófos y con la filosofía misma, entendida como senda de iluminación de la propia capacidad de conocer. En esta entrada haré una cartografía general, una síntesis, del viaje del alma que Platón esboza desde la ignorancia y la alienación del propio ser –para Platón la propia alienación es básicamente ignorancia- a la unión con lo divino considerando también los extravíos y estorbos que desafían al alma en este viaje.

La referencia a Platón es decisiva dada la colosal influencia de su legado. Para el sabio ateniense la manía o locura iluminada se glosa desde su intimidad con lo divino y queda vinculada con eso mismo que busca la filosofía sapiencial y la antigua sabiduría griega, que no será sino la plenitud de lo humano en esa intimidad con lo divino. En tal medida su obra ofrece un cartograma de la vida del alma en el que se apunta el repertorio de sus posibles devenires y la gama diversa de sus estados. Por eso, indicará, necesariamente, los horizontes de toda manía, de toda ebriedad y de toda experiencia extática. Considérese que aconteceres de este calibre tendrán a su base, siempre, determinadas mudanzas de calado en el estado del alma.

En este cartograma el umbral de expansión de las posibilidades cognoscitivas del hombre será el engarce del que dependa no solo ese acercamiento a lo divino sino, también, nuestra experiencia inmediata del mundo -más o menos venturosa e integrada, más o menos quebrada y escindida- Desde esta perspectiva el mundo que reconocemos y habitamos dependerá de la calidad, más o menos ordenada o desordenada, de nuestra vida anímica. En tal sentido lo decisivo será el modo en que el alma asimila lo que la vida nos presenta. No olvidemos que Platón vincula esas diversas posibilidades cognoscitivas con su correspondiente estado del alma, correspondiendo éste, a su vez, con una determinada sección de lo real a la que se accede[1].

La potencia creativa del alma, que daría testimonio de su impronta espiritual, dependería de esa actividad de elaboración del experienciar de la vida y del mundo. Hasta el punto de no poderse hablar de realidad alguna, en términos humanos, sin tal actividad. Así, según la calidad cognoscitiva del alma, su esfera correspondiente podría ser desde la caverna platónica -con su desventura, sus escisiones, su dolor y su instalación en la ignorancia, la alienación y la apariencia- al mundo de las ideas; según Platón el mundo real en el que se brinda el sentido propio y plenitud de los seres que son[2]. Más allá del mundo de las ideas -de los eide platónicos- estaría ese más allá del ser que daría cuenta de la Unidad de todo lo real. Platón se refiere a este orden de lo real en el libro VI de La República; en realidad lo máximamente real, una esfera que, como tal, nada es -más allá de toda esencia, nos dice- pero que todo lo acoge. Lo llama Bien, no porque quede confrontado con un mal sino porque todo remite su propia plenitud al vínculo con esta esfera más allá del ser.  Platón también se referirá a este importante asunto en el Parménides[3] en el que se vincula esta esfera con la Unidad ya que el brindarse de su presencia desvelaría una esfera de sentido ubicua; la Unidad de todo lo real… El universo todo desvelando su armonía, su inmensa belleza y su plenitud desmedida… Como podemos observar el alma del hombre tendría un cierto carácter creador –ya lo he indicado- e, incluso, teofánico en el desvelamiento de los diversos niveles de realidad. Su tarea sería alumbrar tales mundos para, finalmente, retornar a la Unidad –lo divino propiamente- convirtiéndose el hombre mismo en figura de teofanía.

De acuerdo al orden tripartito descrito –caverna, mundo de las ideas, Uno más allá del ser- quedarían apuntadas las diversas veredas del viaje del alma y, en tal medida, el sentido e itinerario feliz de toda ebriedad. Así, el sentido de la manía o locura iluminada -de inspiración divina- y el sentido de todo entusiasmo, arraigará en el ascenso y expansión del alma por la jerarquía ontológica descrita. Solo si colabora a esta expansión del alma, sello indeleble para Platón del amparo de los dioses, la manía será beneficiosa y fértil para el hombre.

Decía que el engarce en el que encuentra su curso el viaje del alma será el grado de despliegue de sus propias capacidades cognoscitivas. De ahí que la semejanza con lo divino, en el corpus platónico, quedará asociada a lo contemplatívo, a lo teorético[4] y a ese despliegue de las potencias intelectivas[5] del alma que conocen la realidad tal cual es. Tal despliegue sería una anamnesis, es decir, un recordar estados del ser que nos revelarían nuestra propia plenitud e intimidad con lo divino. Así, en el contexto que brinda el Fedro[6] y en el universo intelectual platónico, la manía o locura bendecida por los dioses no podrá ser sino la que favorece el recuerdo de nuestra capacidad de contemplación de lo divino y eterno; algo que habríamos perdido y a lo que habría que retornar salvando las dificultades que nuestra propia alma nos pone.

En relación a estas dificultades, asunto bien importante si se trata de comprender las brusquedades de la ebriedad, podemos remitirnos al mito del carro alado, también en el Fedro. En el mismo el auriga del carro, que representa la parte intelectiva del alma, debe gobernarlo y dirigirlo para retornar a la intimidad de los dioses. El carro cuenta con  dos caballos, uno de ellos dócil y extremadamente díscolo el otro. El caballo díscolo representa los desordenes pasionales y emocionales del alma que velan y bloquean la toma de conciencia de sus facultades intelectivas. El caballo dócil, ese eros del alma capaz de escalar por la escala de Diotima, que dijera Platón en El Banquete, y de orientarse desde eróticas cada vez más afinadas en la memoria de lo divino. Para recordar lo divino el auriga deberá ser capaz de hacerse con el gobierno del caballo díscolo y, superando los desequilibrios que le impiden recordar su plenitud contemplativa, dirigirse con el carro alado hacia el cortejo celeste. Tal ascenso encontrará su vigor en la fuerza de eros, para Platón un daymon mediador.

La facultad contemplativa, por tener como condición la retirada de determinados velos cognoscitivos, solo podrá entenderse como una atención pura y sin velos de lo real. El hecho de que esta capacidad del alma no quede expedita responderá a las limitaciones que incorpora el psiquismo humano corriente, con los correspondientes prejuicios, imágenes previas, escisiones internas y sugestiones que condicionan esa capacidad. De este modo todo lo relacionado con las brusquedades de la ebriedad y sus posibles extravíos quedaría vinculado con determinados estados anímicos que enajenan o alienan esa capacidad. Paralelamente, la llamada bajada a los infiernos, en términos iniciáticos, quedaría vinculada con tomas de conciencia respecto de los posibles extravíos del alma y, en general, respecto de la trama que lastra su facultad contemplativa y plenitud vital. De un lado la atención pura del alma, que es pura receptividad ante lo real y, necesariamente, silencio del alma que deja de quedar lastrada por su propio ruido interno. Del otro la actividad pasional que nos condiciona y troquela velando esa capacidad contemplativa. En el intersticio esa bajada a los infiernos. Como se hace evidente no se habla de una secuencia lineal sino de una pauta que, lejos de cuadrar una explicación, debe hacernos pensar, dándonos materia para explicaciones,  tal y como nos dijera Ernst Jünger y reseñamos en la primera parte del artículo.

Como podemos constatar Platón nos ofrece un cartograma general sobre la vida del alma del que se infiere un saber relativo al éxtasis y la ebriedad. El alma, dejando de lado su desmemoria, deberá salir de la caverna de la ignorancia y la ilusión para acceder a la esfera del mundo de las ideas -la esfera eidética- en la que todo revela su ser y su sentido. Más allá, la Unidad de todo lo real y ese más allá del ser que, como tal, Nada es. El alma deberá hacer memoria de su intimidad con estas esfera de lo real y, recordando, saber de la afinidad de su intelecto con lo divino. Para Platón quien recuerda es un loco respecto del común de los mortales; alguien iniciado que deja de lado las apariencias y brillos de la convención social y viene a ordenar su vida desde el cultivo de la intimidad con la sabiduría. Esta tarea encontraría un momento decisivo. Platón lo llama giro. En tal momento el alma pasaría a tomar conciencia del carácter evanescente e irreal de los a prioris cognoscitivos del estado corriente del alma y de su carácter de meros velos que condicionan la capacidad de conocer. En tal momento el alma tomará conciencia de las sombras de la caverna y de la esclavitud que generan. “Un volverse del día nocturno hacia el verdadero; una ascensión hacia el ser, de la cual diremos que es la auténtica filosofía... ese arte del giro"[7]

El pasaje o vuelo del alma, que tendrá como finalidad el reconocimiento del cosmos entero en su majestad y terrible belleza, constituirá el cartograma general de toda sabiduría extática. Dice Borges “He conocido a un hombre que sentía la terrible belleza de cada instante”; un loco, un borracho de Dios… Como se hace evidente esta belleza desborda la simple estética; es majestad sin medida, vitalidad desbordada que se brinda, intensidad que exalta, el ser de las cosas que son que al brindarse transfigura, totalidad potente, Unidad de todo lo real, coincidentia opositorum, misterium tremendum et fascinans, lo Uno más allá del ser, su Misterio y Tiniebla.

Toda la obra platónica se ceñirá a glosar y comentar este giro del alma orientado por el desvelamiento de los sentidos inherentes a todo lo real y por una belleza y una armonía absolutas en la que todo es Uno… Tales serán para Platón las sendas de la ebriedad mistérica y, en tal medida, las que deba favorecer todo marco ritual que atienda a las veredas del éxtasis para, partir de ahí, promover la gran salud del alma y su apertura a influencias ciertamente espirituales. En realidad los misterios del helenismo eran una teúrgia que promovía el recuerdo y esa intimidad con lo divino. La celebración de unos misterios, ciencia teúrgica



[1] Esta complejidad respecto de la vida del alma introduce tres perspectivas que siempre habrá que tener muy en cuenta para evitar los típicos reduccionismos a la hora de indagar en su fenomenología. Efectivamente, toda fenomenología de la vida anímica exigirá un abordaje psicológico(referido al estado del alma), cognoscitivo(referido a los posibles condicionantes que ese estado del alma introduzca en la capacidad de conocer) y ontológico (referido a los umbrales de realidad y a la experiencia inmediata del mundo  en la que introduce el modo de conocer de cada cual). Como decía Paul Elouard “Hay muchos mundos pero están en este”
[2] Acaso la errancia más grave de las lecturas ilustradas de Platón haya sido eso del llamado dualismo platónico, violentándose, casi deliberadamente, la intima conexión que en la obra platónica tienen los eide y el mundo sensible. En palabras de Giovanni Reale, “nos encontramos ante un mero prejuicio teórico que hay que evitar cuidadosamente si se quiere entender bien a Platón”. La intelección de los eide, según Reale -en una estela muy afin a la de Gadamer- desvelará “una dimensión distinta de la realidad, un plano de la propia realidad nuevo y superior” (Giovanni Reale. Por una nueva interpretación de Platón. Ed Herder, pg 198). En la misma obra, Reale, glosará la famosa lista de Ross en la que quedan referidas las veces en que, en el corpus platónico, los eide quedan referidos como inmanentes o como transcendentes, y su nítido balance. Lo que obliga a una interpretación que haga suya ambas perspectivas dejando de lado todo dualismo que entienda el mundo sensible como algo, de suyo, degradado. En realidad la difusión del tópico del dualismo platónico solo encuentra su causa en el primado de cierta bibliografía secundaría sobre lo propiamente dicho por Platón y en el troquel ideológico de ciertas traducciones.
[3] Platón, efectivamente, en el Parménides 142a plantea la inefabilidad y transcendencia de lo Uno respecto de la idea de ser y de todo conocimiento imaginable en lo que se conoce como la primera hipótesis del Parménides. Hasta el punto de apuntar que hablar de Uno, en tal sentido, no sería más que un decir sugerente –hipótesis significa sugerencia en griego clásico-, un modo sugerente de hablar ya que en realidad a lo que se apunta es a una esfera de transcendencia de la que nada cabe decir. En el texto se van planteando varias hipótesis en relación a lo Uno, vinculándose la necesidad de la multiplicidad y de la determinación con la cognoscibiliidad. Este modo de argumentar, proponiendo hipótesis y objetándolas -muy al modo del platonismo medio- establece un acercamiento paradójico y dinámico que muestra como la cuestión que se aborda desborda lo estrictamente predicativo y las explicaciones  simples y cómodas de manejar. De hecho con el empleo de la expresión hipótesis -y en su propia argumentación- Platón constata que aquello de lo que se habla transciende todo lo predicable –hipótesis, etimológicamente, lo que se aloja debajo-. El neoplatonismo y la filosofía de Plotino, y con ella toda la metafísica posterior, encontrarán una de sus referencias más importantes en esta primera hipótesis del Parménides. Cfr. María Jesús Hermoso Felix, “El Parménides de Platon y la comprensión del Uno en la filosofía de Plotino: ¿un olvido de Heidegger?”. Revista Logos. Anales del seminario de Metafísica. nº49, pg 71-90. file:///C:/Users/User/Downloads/53173-100253-3-PB.pdf
[4] La theoria griega encuentra una aceptable traducción en la contemplatio latina, su traducción tradicional, ya que su significación en griego clásico queda vinculada con términos que aluden a una visión singular en donde una esfera de sentido se muestra o manifiesta. A esta relación de theoria con la visión –algo que también se detecta en la palabra eidos/e-  responde el modo en que entendían los griegos la verdad como visión, una visión que cualificaría lo meramente sensorial –lo simplemente visto- en el brindarse de un haz de sentido. También hay quien ha vinculado la etimología de theoria con theos por lo que theoria indicaría la visión de lo divino lo que concordaría con la etimología de contemplatio que apunta a ver desde el templo o en el templo. De lo dicho se deducirá lo inadecuado de traducir theoria por teoría por mucho que efectivamente suponga la transmisión de la theoria griega al castellano. Teoria, en su sentido actual, refiere su significado a la perspectiva propia de la filosofía de la ciencia y, en general, a enunciados y representaciones de la razón que, desde su carácter abstracto y general, debieran explicar hechos.
[5] Lo intelectivo, en el contexto del pensamiento griego, no alude a la razón predicativa moderna sino a la capacidad de contemplación de la plenitud de las formas, en su sentido y belleza,  y a la contemplación de la unidad de todo lo real.
[6] La referencia al Fedro es importante ya que en este dialogo es donde se nos habla de la locura iluminada tal y como ya apunté en la primera parte del texto –la anterior entrada-.
[7] República 518, 521

3 comentarios:

  1. Excelente entrada y muy interesante el tema tratado. Tengo también un blog de filosofía, por si te interesa pasar a visitarlo. Está en www.callejonfilosofía.com

    Saludos!

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