En
la anterior entrada abordé una aproximación general a la locura iluminada en la
Grecia antigua al tiempo que apunté la referencia platónica de la misma. Platón
la asimila con lo mistérico, con la erótica, con las iluminaciones de los
poetas, con esa vieja sabiduría que también buscan los filosófos y con la
filosofía misma, entendida como senda de iluminación de la propia capacidad de
conocer. En esta entrada haré una cartografía general, una síntesis, del viaje
del alma que Platón esboza desde la ignorancia y la alienación del propio ser
–para Platón la propia alienación es básicamente ignorancia- a la unión con lo
divino considerando también los extravíos y estorbos que desafían al alma en este
viaje.
La referencia a Platón es decisiva dada
la colosal influencia de su legado. Para el sabio ateniense la manía o locura iluminada
se glosa desde su intimidad con lo divino y queda vinculada con eso mismo que
busca la filosofía sapiencial y la antigua sabiduría griega, que no será sino
la plenitud de lo humano en esa intimidad con lo divino. En tal medida su obra ofrece un cartograma de la vida
del alma en el que se apunta el repertorio de sus posibles devenires y la gama
diversa de sus estados. Por eso, indicará, necesariamente, los horizontes
de toda manía, de toda ebriedad y de toda experiencia extática. Considérese que
aconteceres de este calibre tendrán a su base, siempre, determinadas mudanzas de
calado en el estado del alma.
En este cartograma el umbral de expansión
de las posibilidades cognoscitivas del hombre será el engarce del que dependa no
solo ese acercamiento a lo divino sino, también, nuestra experiencia inmediata
del mundo -más o menos venturosa e integrada, más o menos quebrada y escindida-
Desde esta perspectiva el mundo que reconocemos y habitamos dependerá de la
calidad, más o menos ordenada o desordenada, de nuestra vida anímica. En tal sentido lo
decisivo será el modo en que el alma asimila lo que la vida nos presenta. No
olvidemos que Platón vincula esas diversas posibilidades cognoscitivas con su
correspondiente estado del alma, correspondiendo éste, a su vez, con una
determinada sección de lo real a la que se accede[1].
La potencia creativa
del alma, que daría testimonio de su impronta espiritual, dependería de esa actividad
de elaboración del experienciar de la vida y del mundo. Hasta el punto de no
poderse hablar de realidad alguna, en términos humanos, sin tal actividad. Así,
según la calidad cognoscitiva del alma, su esfera correspondiente podría ser
desde la caverna platónica -con su desventura, sus escisiones, su dolor y su
instalación en la ignorancia, la alienación y la apariencia- al mundo de las
ideas; según Platón el mundo real en el que se brinda el sentido propio y
plenitud de los seres que son[2].
Más allá del mundo de las ideas -de los eide platónicos- estaría ese más allá
del ser que daría cuenta de la Unidad de todo lo real. Platón se refiere a este
orden de lo real en el libro VI de La República; en realidad lo máximamente
real, una esfera que, como tal, nada es -más allá de toda esencia, nos dice- pero
que todo lo acoge. Lo llama Bien, no porque quede confrontado con un mal sino
porque todo remite su propia plenitud al vínculo con esta esfera más allá del
ser. Platón también se referirá a este
importante asunto en el Parménides[3]
en el que se vincula esta esfera con la Unidad ya que el brindarse de su
presencia desvelaría una esfera de sentido ubicua; la Unidad de todo lo real…
El universo todo desvelando su armonía, su inmensa belleza y su plenitud
desmedida… Como podemos observar el alma del hombre tendría un cierto carácter creador
–ya lo he indicado- e, incluso, teofánico en el desvelamiento de los diversos
niveles de realidad. Su tarea sería alumbrar tales mundos para, finalmente,
retornar a la Unidad –lo divino propiamente- convirtiéndose el hombre mismo en
figura de teofanía.
De acuerdo al
orden tripartito descrito –caverna, mundo de las ideas, Uno más allá del ser- quedarían
apuntadas las diversas veredas del viaje del alma y, en tal medida, el sentido
e itinerario feliz de toda ebriedad. Así, el sentido de la manía o locura iluminada
-de inspiración divina- y el sentido de todo entusiasmo, arraigará en el ascenso
y expansión del alma por la jerarquía ontológica descrita. Solo si colabora a
esta expansión del alma, sello indeleble para Platón del amparo de los dioses,
la manía será beneficiosa y fértil para el hombre.
Decía que el
engarce en el que encuentra su curso el viaje del alma será el grado de
despliegue de sus propias capacidades cognoscitivas. De ahí que la semejanza con lo divino, en el corpus platónico, quedará asociada
a lo contemplatívo, a lo teorético[4]
y a ese despliegue de las potencias intelectivas[5]
del alma que conocen la realidad tal cual es. Tal despliegue sería una
anamnesis, es decir, un recordar estados del ser que nos revelarían nuestra propia
plenitud e intimidad con lo divino. Así, en el contexto que brinda el Fedro[6]
y en el universo intelectual platónico, la manía o locura bendecida por los
dioses no podrá ser sino la que favorece el recuerdo de nuestra capacidad de
contemplación de lo divino y eterno; algo que habríamos perdido y a lo que
habría que retornar salvando las dificultades que nuestra propia alma nos pone.
En relación a
estas dificultades, asunto bien importante si se trata de comprender las
brusquedades de la ebriedad, podemos remitirnos al mito del carro alado, también
en el Fedro. En el mismo el auriga del carro, que representa la parte intelectiva
del alma, debe gobernarlo y dirigirlo para retornar a la intimidad de los
dioses. El carro cuenta con dos
caballos, uno de ellos dócil y extremadamente díscolo el otro. El caballo
díscolo representa los desordenes pasionales y emocionales del alma que velan y
bloquean la toma de conciencia de sus facultades intelectivas. El caballo dócil,
ese eros del alma capaz de escalar por la escala de Diotima, que dijera Platón
en El Banquete, y de orientarse desde eróticas cada vez más afinadas en la
memoria de lo divino. Para recordar lo divino el auriga deberá ser capaz de
hacerse con el gobierno del caballo díscolo y, superando los desequilibrios que
le impiden recordar su plenitud contemplativa, dirigirse con el carro alado
hacia el cortejo celeste. Tal ascenso encontrará su vigor en la fuerza de eros, para Platón un daymon mediador.
La facultad
contemplativa, por tener como condición la retirada de determinados velos cognoscitivos,
solo podrá entenderse como una atención pura y sin velos de lo real. El hecho
de que esta capacidad del alma no quede expedita responderá a las limitaciones
que incorpora el psiquismo humano corriente, con los correspondientes prejuicios,
imágenes previas, escisiones internas y sugestiones que condicionan esa
capacidad. De este modo todo lo relacionado con las brusquedades de la ebriedad
y sus posibles extravíos quedaría vinculado con determinados estados anímicos
que enajenan o alienan esa capacidad. Paralelamente, la llamada bajada a los
infiernos, en términos iniciáticos, quedaría vinculada con tomas de conciencia
respecto de los posibles extravíos del alma y, en general, respecto de la trama
que lastra su facultad contemplativa y plenitud vital. De un lado la atención pura del alma, que
es pura receptividad ante lo real y, necesariamente, silencio del alma que deja
de quedar lastrada por su propio ruido interno. Del otro la actividad pasional
que nos condiciona y troquela velando esa capacidad contemplativa. En el
intersticio esa bajada a los infiernos. Como se hace evidente no se habla de
una secuencia lineal sino de una pauta que, lejos de cuadrar una explicación,
debe hacernos pensar, dándonos materia para explicaciones, tal y como nos dijera Ernst Jünger y reseñamos en la primera parte del artículo.
Como podemos
constatar Platón nos ofrece un cartograma general sobre la vida del alma del
que se infiere un saber relativo al éxtasis y la ebriedad. El alma, dejando de
lado su desmemoria, deberá salir de la caverna de la ignorancia y la ilusión
para acceder a la esfera del mundo de las ideas -la esfera eidética- en la que
todo revela su ser y su sentido. Más allá, la Unidad de todo lo real y ese más
allá del ser que, como tal, Nada es. El alma deberá hacer memoria de su
intimidad con estas esfera de lo real y, recordando, saber de la afinidad de su
intelecto con lo divino. Para Platón quien recuerda es un loco respecto del
común de los mortales; alguien iniciado que deja de lado las apariencias y brillos
de la convención social y viene a ordenar su vida desde el cultivo de la
intimidad con la sabiduría. Esta tarea encontraría un momento decisivo. Platón
lo llama giro. En tal momento el alma pasaría a tomar conciencia del carácter
evanescente e irreal de los a prioris cognoscitivos del estado corriente del
alma y de su carácter de meros velos que condicionan la capacidad de conocer.
En tal momento el alma tomará conciencia de las sombras de la caverna y de la
esclavitud que generan. “Un volverse del día
nocturno hacia el verdadero; una ascensión hacia el ser, de la cual diremos que
es la auténtica filosofía... ese arte del giro"[7]
El pasaje o vuelo
del alma, que tendrá como finalidad el reconocimiento del cosmos entero en su
majestad y terrible belleza, constituirá el cartograma general de toda
sabiduría extática. Dice Borges “He conocido a un hombre que sentía la terrible
belleza de cada instante”; un loco, un borracho de Dios… Como se hace evidente
esta belleza desborda la simple estética; es majestad sin medida, vitalidad
desbordada que se brinda, intensidad que exalta, el ser de las cosas que son
que al brindarse transfigura, totalidad potente, Unidad de todo lo
real, coincidentia opositorum, misterium tremendum et fascinans, lo Uno más allá
del ser, su Misterio y Tiniebla.
Toda la obra
platónica se ceñirá a glosar y comentar este giro del alma orientado por el
desvelamiento de los sentidos inherentes a todo lo real y por una belleza y una armonía absolutas
en la que todo es Uno… Tales serán para Platón las sendas de la ebriedad mistérica
y, en tal medida, las que deba favorecer todo marco ritual que atienda a las
veredas del éxtasis para, partir de ahí, promover la gran salud del alma y su apertura
a influencias ciertamente espirituales. En realidad los misterios del helenismo
eran una teúrgia que promovía el recuerdo y esa intimidad con lo divino. La celebración
de unos misterios, ciencia teúrgica
[1] Esta
complejidad respecto de la vida del alma introduce tres perspectivas que
siempre habrá que tener muy en cuenta para evitar los típicos reduccionismos a
la hora de indagar en su fenomenología. Efectivamente, toda fenomenología de la
vida anímica exigirá un abordaje psicológico(referido al estado del alma),
cognoscitivo(referido a los posibles condicionantes que ese estado del alma
introduzca en la capacidad de conocer) y ontológico (referido a los umbrales de
realidad y a la experiencia inmediata del mundo
en la que introduce el modo de conocer de cada cual). Como decía Paul
Elouard “Hay muchos mundos pero están en este”
[2] Acaso la
errancia más grave de las lecturas ilustradas de Platón haya sido eso del
llamado dualismo platónico, violentándose, casi deliberadamente, la intima
conexión que en la obra platónica tienen los eide y el mundo sensible. En
palabras de Giovanni Reale, “nos encontramos ante un mero prejuicio teórico que
hay que evitar cuidadosamente si se quiere entender bien a Platón”. La intelección
de los eide, según Reale -en una estela muy afin a la de Gadamer- desvelará
“una dimensión distinta de la realidad, un plano de la propia realidad nuevo y
superior” (Giovanni Reale. Por una nueva interpretación de Platón. Ed Herder,
pg 198). En la misma obra, Reale, glosará la famosa lista de Ross en la que
quedan referidas las veces en que, en el corpus platónico, los eide quedan
referidos como inmanentes o como transcendentes, y su nítido balance. Lo que
obliga a una interpretación que haga suya ambas perspectivas dejando de lado
todo dualismo que entienda el mundo sensible como algo, de suyo, degradado. En
realidad la difusión del tópico del dualismo platónico solo encuentra su causa
en el primado de cierta bibliografía secundaría sobre lo propiamente dicho por
Platón y en el troquel ideológico de ciertas traducciones.
[3] Platón,
efectivamente, en el Parménides 142a plantea la inefabilidad y transcendencia
de lo Uno respecto de la idea de ser y de todo conocimiento imaginable en lo
que se conoce como la primera hipótesis del Parménides. Hasta el punto de
apuntar que hablar de Uno, en tal sentido, no sería más que un decir sugerente
–hipótesis significa sugerencia en griego clásico-, un modo sugerente de hablar
ya que en realidad a lo que se apunta es a una esfera de transcendencia de la
que nada cabe decir. En el texto se van planteando varias hipótesis en relación
a lo Uno, vinculándose la necesidad de la multiplicidad y de la determinación
con la cognoscibiliidad. Este modo de argumentar, proponiendo hipótesis y
objetándolas -muy al modo del platonismo medio- establece un acercamiento
paradójico y dinámico que muestra como la cuestión que se aborda desborda lo
estrictamente predicativo y las explicaciones
simples y cómodas de manejar. De hecho con el empleo de la expresión
hipótesis -y en su propia argumentación- Platón constata que aquello de lo que
se habla transciende todo lo predicable –hipótesis, etimológicamente, lo que se
aloja debajo-. El neoplatonismo y la filosofía de Plotino, y con ella toda la
metafísica posterior, encontrarán una de sus referencias más importantes en
esta primera hipótesis del Parménides. Cfr. María Jesús Hermoso Felix, “El
Parménides de Platon y la comprensión del Uno en la filosofía de Plotino: ¿un
olvido de Heidegger?”. Revista Logos. Anales del seminario de Metafísica. nº49,
pg 71-90. file:///C:/Users/User/Downloads/53173-100253-3-PB.pdf
[4] La
theoria griega encuentra una aceptable traducción en la contemplatio latina, su
traducción tradicional, ya que su significación en griego clásico queda
vinculada con términos que aluden a una visión singular en donde una esfera de
sentido se muestra o manifiesta. A esta relación de theoria con la visión –algo
que también se detecta en la palabra eidos/e-
responde el modo en que entendían los griegos la verdad como visión, una
visión que cualificaría lo meramente sensorial –lo simplemente visto- en el
brindarse de un haz de sentido. También hay quien ha vinculado la etimología de
theoria con theos por lo que theoria indicaría la visión de lo divino lo que
concordaría con la etimología de contemplatio que apunta a ver desde el templo
o en el templo. De lo dicho se deducirá lo inadecuado de traducir theoria por
teoría por mucho que efectivamente suponga la transmisión de la theoria griega
al castellano. Teoria, en su sentido actual, refiere su significado a la
perspectiva propia de la filosofía de la ciencia y, en general, a enunciados y
representaciones de la razón que, desde su carácter abstracto y general, debieran
explicar hechos.
[5] Lo
intelectivo, en el contexto del pensamiento griego, no alude a la razón
predicativa moderna sino a la capacidad de contemplación de la plenitud de las
formas, en su sentido y belleza, y a la
contemplación de la unidad de todo lo real.
[6] La
referencia al Fedro es importante ya que en este dialogo es donde se nos habla
de la locura iluminada tal y como ya apunté en la primera parte del texto –la
anterior entrada-.
[7]
República 518, 521
Excelente entrada y muy interesante el tema tratado. Tengo también un blog de filosofía, por si te interesa pasar a visitarlo. Está en www.callejonfilosofía.com
ResponderEliminarSaludos!
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ResponderEliminarGracias, voy a mirarlo
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