(1)
Remando al viento, con el viento rozando en el
rostro, arrojado a la aventura de la vida, al desbrozar del propio imaginario,
vacilando en sus tramos angostos, desbordado por ese eros temido y amado, indigente y fecundo como bien nos recordará
Platón. Percy Shelley, el poeta romántico inglés y marido de Mary Shelley, nos
dirá: “No despertéis a la serpiente / mientras ignore el camino a seguir/. ¡Deja que se deslice la que aún duerme / sumida en la
honda hierba de los prados! / Ni una abeja la oirá arrastrarse”. Habrá quien
quiera huir de la serpiente imaginando una vida sin sombra aventurándose en un
mundo gélido saturado de un blanco polar de hielos perpetuos. Con acierto,
Gonzalo Suarez, en “Remando al viento”, su película dedicada al relato de
Frankenstein, recoge la intuición de su autora, Mary Shelley. Quien así quiera
salir del laberinto mucho dejará en el camino; su vida, su cuerpo, su propio imaginario,
ese eros que aporta vitalidad y calor
pero que -ya lo dijo Hesiodo- opera en el caos y la noche, la propia forma que
encuentra arraigo en ese entresijo sin fondo. El precio de la huida polar será
alto. En el original de Shelley el Doctor Frankenstein morirá, intentado
redimirse, persiguiendo el horror desatado del monstruo hasta los hielos
perennes del Ártico. La persecución solo será una huida de sí mismo ya que el
monstruo le será demasiado íntimo como para pretender cazarlo allende de su
vida interior. Shelley vinculara lo monstruoso con el frío y el hielo. En una
de sus cartas expresa su intención de que su relato “hiele la sangre”… En lo
gélido, efectivamente, la sangre se detiene en nuestras propias venas y
arterias y la vitalidad del cuerpo decae, la del alma también. Con todo, Frankenstein
y su criatura intentaran resolver su destino en los parajes de la gelidez. Solo
tras la muerte del científico el monstruo se inmolará a sí mismo consciente del
despropósito y la irrealidad que esboza. Él nada es al margen de su creador. Atinadamente,
el director de “Remando al viento” en su elaboración de este mito moderno apuntará
a ese horror que trajina en lo elemental y en nuestra intimidad. Un horror que
porfía por colapsar nuestra capacidad de vida y calor, un horror íntimo y
privado. Lo monstruoso en el alma. Para indagar en lo montruoso, en lo que no
quiere ser, no hay que mirar más allá de sí. Muchos en la historia nos lo han
recordado.
El relato original de Shelley es una de las obras maestras del XIX. Podemos referirnos a él como a un mito en su sentido más originario, una visión que traslada un horizonte de sentido en la palabra a través de imágenes y metáforas. En su expresión lo romántico encuentra una de sus expresiones cimeras y lo moderno queda radiografiado con una intuición magistral. Se critica con dureza la modernidad ilustrada y una técnica desbocada que, postreramente, creará monstruos; una técnica que, dependiendo del dominio inconsciente de lo humano, terminará por hacerlo eclosionar y revelar el horror de ciertas trastiendas del deseo y la imaginación. Para el romántico el devenir técnico de Occidente –el imperio de la mentalidad técnica- alberga una patología del imaginario que desatiende la totalidad de lo humano; una visión de empoderamiento supremo del hombre. En tal visión nada se resistiría a las capacidades técnicas del hombre. El problema es que las visiones que albergamos terminan por arraigar en la realidad que habitamos y, como es el caso, pueden llegar a devolvernos nuestro propio horror y nuestro interior quebrado. El horror que subyace a tal visión, efectivamente, pugnará por revelarse.
(2)
Calibremos el profundo calado de la
crítica que hace Shelley de la mentalidad tecnocientífica. Estamos ante una fe
y un entusiasmo compartido que organiza su liturgia desde el culto a los fastos
de la técnica. El movimiento romántico ya había cartografiado, a comienzos del
XIX, las grietas y el saldo de aniquilación de lo humano que dejaba el proyecto
ilustrado. Esta fe tiene sus sacerdotes, es decir, sus intermediarios. Shelley
organizará su crítica reparando en uno de esos sacerdotes. Esta fe, a la postre
un modo de iluminismo, desplaza su sombra al fondo de la memoria. Por eso desconoce
casi todo de la pasión de control, de empoderamiento y de poder absoluto en la
que arraiga; una pasión en la que todo pasa a ser cosificado, objetivado como algo
sobre lo que operar, lo “otro” a domeñar, lo que debe sernos útil y rentable…
En tal orden de cosas nada queda sino el hombre que todo lo compone atendiendo
a su propia satisfacción; lo demás, como tal, se esfuma; no queda más que satisfacción
de rendimientos. Tal praxis de cosificación responderá a deseos y necesidades
siempre crecientes. Estos nunca quedarán colmados ya que los deseos y las
necesidades humanas serán permanentemente figuradas a partir de la actividad
del propio imaginario. Siempre habrá un nuevo horizonte y nuevas figuras de
deseo que alcanzar. El encuentro con la vida y esa atención a la totalidad de
lo humano quedará completamente desplazada por la permanente praxis de
cosificación. El hombre no parece tan fácilmente reducible a la satisfacción de
necesidades y rendimientos siempre cambiantes. Algo quiebra en lo profundo si
se le reduce a esta programática.
Atendamos al relato; Mary Shelley,
reveladoramente, lo titulará “Frankenstein o el moderno Prometeo”. En el mismo un
científico reputado, el doctor Frankenstein, quiere llevar a su apoteosis la
capacidad tecnocientífica del hombre. Shelley elige una imagen poderosa: la
creación de vida a partir de la muerte. Frankenstein es un visionario
confundido y vacilante, un Prometeo mesiánico e incierto; un fanático del progreso
pero, sobre todo, un devoto de sus propias capacidades. El resultado de la
pretensión de este científico será la creación de un monstruo, su monstruo, un
monstruo que se sabe suyo y le interpela. No es un monstruo cualquiera. Es su
propio monstruo, en palabras de la autora, “el horrendo huesped”. La
encarnación de los deseos más oscuros de su creador; el reverso horroroso de
sus propias visiones, ese reverso que desvelará lo oscuro de la pragmática de
control total que subyace a la mentalidad técnica.
De un modo magistral esta romántica
inglesa vinculará el carácter monstruoso de la técnica con los extravíos del
imaginario y del deseo. Su intención en el relato es indagar en el horror, en
ese horror capaz de “helar la sangre”, el horror por excelencia, un horror
primigenio que encontraríamos a la base de todo horror y a la base, también,
del mesianismo científico. El ser humano, prometeico, ebrio de sí y sin capacidad
de manejo de sus propias visiones, quedará a la merced de sus propios sueños y
fantasmas y de la erótica oculta que las subyace… Este será el horror extremo; el
horror por el propio fantasma y por poder quedar a su merced… Y así podrá
suceder porque nuestra imaginación y deseo crean y tejen realidad, la realidad
que nos circunda. Saber de nuestras intimidades con el horror sería lo que nos
hiela la sangre… Paralelamente, la quimera de crear vida a partir de la muerte
manifestará una imaginación enferma y prometeica que desvela un fantasma,
dispuesto a todo y sediento de poder. Es el propio fantasma del Dr.
Frankenstein. El monstruo será su corporeización. Conviene saber que en el
original de Shelley el monstruo en ningún caso recibe el nombre de Frakenstein.
De hecho queda innombrado para subrayar su perfil fantasmático. El texto se refiere a él con apelaciones
indirectas como “la criatura”, “el huesped”, “el engendro”.
Como podemos observar Shelley toma
partido frente al mito del progreso y a los fastos del dominio técnico de la
vida. Considera al hombre que queda poseído por la mentalidad tecno-utilitaria
como una perversión de lo humano. A partir de lo indicado irá desgranando su
crítica desde la perspectiva propia de la llamada imaginación creadora. Como ya
se ha apuntado, y desde la capacidad de la imaginación de prefigurar las
posibilidades de encuentro con la vida, ésta, en su caso, podría terminar por
conducirnos al terror y al caos... La historia del Dr. Frankenstein es,
efectivamente, la historia del imaginario dejado a su propia capacidad de
desvarío, generando monstruos desde su propia actividad. Precisamente por eso
estamos ante el horror de todo horror, el horror íntimo de un eros extraviado
que anima y estimula a los propios fantasmas. El poema de Percy Shelley será
recitado en varios momentos de la película “No despertéis a la serpiente
/ mientras ignore el camino a seguir…”
(3)
La actividad del imaginario albergaría
posibilidades de tránsito no tan fatuas. De las mismas dependerían modos muy
diversos de acceso a la realidad. Nos movemos en las veredas de la imaginación
creadora y de un misterio –el del ser- que se expresa atendiendo a la propia
capacidad del imaginario humano. El romanticismo poetizará, narrará y pensará
atendiendo a la relevancia cognoscitiva de la imaginación; con lo que entenderá
la actividad del imaginario como un jalón del proceso cognoscitivo. Para el pathos romántico la vida del alma encontrará
su correlato en su manifestación exterior, es decir, en la encarnación y
corporeización, de las propias visiones y anhelos. Así, interior y exterior
quedaran completamente enlazados. Gonzalo Suárez, con enorme acierto, asentará
su recreación del mito a partir de estas sendas de la imaginación creadora. Las
diversas posibilidades de tránsito dependerán de la propia capacidad de visión.
La salud del alma y su capacidad de equilibrio será la figura a partir de la
cual tome forma nuestra vida. De ahí la advertencia del poeta Percy Shelley, el
marido de Mary. La serpiente, el deseo, lo terrestre, la vitalidad encendida del
cuerpo debe saber hacia donde orillarse antes de ser despertado… Con acierto,
Gonzalo Suárez transformará este poema del marido de Mary Shelley en una de las
claves de interpretación de la película y al propio talento creador de Mary en
el espejo mismo de la imaginación creadora. La imaginación crea vida,
efectivamente, ya que ésta se hace carne y troquela nuestro vivir. Según
imaginemos así viviremos y con frecuencia esta capacidad de imaginar nos
desbordará. Imaginar y desear será uno y lo mismo… Hesiodo hace arraigar el eros en el caos y la noche. Platón lo vislumbró
tan indigente como fértil. Ambos lo entienden como ese vigor capaz de alcanzar
la forma plena pero creciendo desde la ciénaga. En tal sentido la sombra, esa
sombra que dijera Platón, dinamizará la tarea del alma. “Remando al viento” no desmerecerá
una tarea tan compleja como la de recrear un clásico, un mito moderno, tan lleno
de orillas. La película nos arroja de lleno a la sensibilidad romántica; tan
cercana, tan íntima, tan moderna, tan contramoderna, tan inquieta y arrebatada,
tan deseosa de una nueva frontera, tan vacilante… Suárez apostará por entender
el talento creador y narrativo de Shelley desde su capacidad de enhebrar vidas
y destinos. En su relato Mary Shelley, magistralmente, ubicará la sensibilidad
romántica en lo que será la fractura que la constituye. La actividad del
imaginario, efectivamente, será capaz de tejer realidad. Ahora bien las tramas
de realidad que se alcancen serán muy diversas y no necesariamente halagüeñas..
Del perfil y cualidad de esa actividad dependerá la apuesta romántica por una
visión capaz de alumbrar una vida plena o el descarriarse en la propia
imaginación. De la salud del alma, de su estado y de su capacidad de libertad,
dependerá el proyecto romántico.
La primera generación romántica es
la de Schelling, la de los hermanos Schelegel, la de Novalis, la del circulo de
Jena, la de Hölderlin…. El romanticismo del héroe y el único que diría Argullol.
Este primer romanticismo ve en la mirada del poeta y en su capacidad de visión
una vía abierta al despliegue de las potencias de la vida del alma. En esa
mirada todo, la vida misma, alcanzaría su propio estado de plenitud. El mirar
poético alcanzaría a reflejar la cima extática del hombre y, al tiempo, la
unidad de todo lo real en el Bien, la Verdad y la Belleza; esa unidad que es
medida de todo y que devuelve, en la mirada capaz, un mundo equilibrado y en
armonía. Los románticos aspiran a un nuevo inicio y a una gran reforma de la
cultura occidental a partir de una poética que cante el ser en plenitud capaz
de vivificar lo mejor de la propia tradición. Aspiran a un nuevo inicio para
Occidente, a un retorno a las fuentes más originarias que vivifique el presente
y configure devenires de momento inéditos. Hay que hacer virar la modernidad,
encantar el devenir y superar el nihilismo de la modernidad ilustrada… Para
alcanzar esa finalidad no podemos mirar atrás. El tradicionalismo no nos vale. Como
digo, hará falta un nuevo inicio que permita beber del manantial de lo
originario.
Shelley será más escéptica y
advertirá de las cavernas del imaginario ya que éste nos desbordará a partir de
nuestras propias escisiones. En tal sentido Shelley coloca al romanticismo ante
su propia fractura. Parafraseando a su marido Percy si el eros no está maduro la serpiente no sabrá la dirección que debe
tomar destruyendo al que indaga en su capacidad de visión. No olvidemos que la
modernidad libera el imaginario del hombre al relajar toda programática
respecto del propio desear. Sin una gimnasia del deseo, el imaginario quedará a
su suerte y sin esa dirección que reclama Percy Shelley. Consideremos que la crisis
de la religión y la moral tradicional, entre otras cosas, hizo quebrar la misma
idea de gimnasia del deseo y arrojó la ética a una difícil fundamentación. Tal
crisis constituye el andar vacilante e indeciso del hombre moderno.
La reflexión de Shelley resulta
magistral. Precisamente la soledad e indigencia del hombre moderno será lo que
obstruya la realización de las grandes intuiciones románticas, lo que haga
inabordable el propio imaginario, la que abisme a las propias contradicciones
del eros... Shelley advierte la
fractura en la que queda instalada no solo la modernidad ilustrada y la
tecnociencia sino el romanticismo como tal. La liberación del imaginario exige
de una gimnasia del alma que promueva esa gran salud que permita el despertar
de la serpiente. No será casual que en las sucesivas generaciones románticas
las intuiciones unitarias de los primeros románticos y su modo de entender la
imaginación creadora -volcada hacia una imaginatio
vera- son dadas de lado en la primacía de lo irracional[1],
de lo oculto y lo misterioso, del horror frente a lo civilizado, de la
pseudoespiritualidad y la parodia frente a lo iniciático…. Lo romántico será,
por tanto, origen de expresiones culturales de lo más diversas y, a veces,
completamente contrapuestas; unas fecundas y otras completamente desnortadas.
De ahí la complejidad en el juicio que exige saber ponderar el pathos romántico
Mary Shelley, de un modo magistral,
será quien nos advierta de esa fractura que constituye lo romántico en su
apuesta por la imaginación creadora. Vean la película de Gonzalo Suaréz, tan
centrada en la Shelley. Lean el relato original. Dado el éxito mediático de
Frankenstein las ulteriores recreaciones del relato de la Shelley acaso hayan
velado la pluma penetrante que está detrás. Y el caso es que ésta debe ser
puesta muy en primer plano en el centro. Mary Shelley, una de las grandes
hermeneutas de la modernidad. La autora de “Frankenstein o el moderno Prometeo”
No hay comentarios:
Publicar un comentario