Ahí va un texto, ya veterano, y retejido practicamente a partir de la misma urdimbre. Va sobre la palabra entendida desde su potencia creadora del mundo humano. Y es que el hombre constituye el mundo que le es propio poniendo nombres a las cosas. Haste el punto que el mundo en el cual habita queda enhebrado desde la esencia misma de la palabra. Más allá de la riqueza del lenguaje el silencio en tanto ese ocáano que deslumbra, ciega y enciende.
(1)
El lenguaje es nuestro límite, pero al tiempo la fibra
que nos enhebra. Límite y fibra sirven nuestra forma, es decir, lo que nos
delimita, diferencia y singulariza como humanos. Precisamente, el hecho de que
la palabra nos constituya y modele permite afirmar que lo que no se nombra no
existe, cerrándose así su emerger en la conciencia. Más allá del extendido
culto a un experiencialismo de orden sentimental, que se contrapone a lo
racional y a todo rigor, advirtamos cómo las palabras delimitan potencias
de sentido y umbrales de la capacidad de conocer. Y no sólo; en la palabra
acontece la propia instauración de la vida, de la vida de la que somos capaces,
la medida del mundo que habitamos. La palabra será ahí cifra y símbolo de algo
que la transciende pero, al tiempo, la exige. En la palabra viva vendrá a
cobrar figura nuestra capacidad de experiencia anímica. Por esto mismo, la
importancia de saber nombrar y dejar ser a las palabras de cara a la cualidad y
forja de la propia capacidad de experiencia. Dejar ser a las palabras, acaso así se brinde una de nuestros registros más nucleaes. Consideremos que para lo propiamente humano todo empieza poniendo nombre y palabra al mundo.
De metáforas y recursos hermenéuticos dependerá la
textura de vida que termine surgiendo. De la carencia de tales recursos,
incluso, se podrá derivar la ignorancia sobre ciertos procesos vitales. Todo
relato humano, sea éste mítico, poético o filosófico, no será sino la estela
dejada por alguna singladura del alma. De ahí, su interés y su universalidad. La
palabra, en tanto símbolo, encontrará así su esencia más allá de sí y en
aquello que meramente indica. La mano que indica la luna como dice el famoso aforismo... Buen ejempolo de lo dicho será, a modo de ejemplo, la consideración de la palabra en el Zen, un orden sapiencial muy al tanto de los límites y
complicaciones del lenguaje en sus excesos y, sincronicamente, muy preciso en el uso del lenguaje que constatamos en sus sutras.
(2)
Acogerse a palabras inadecuadas o ajenas será todo
menos irrelevante de cara a transitar en este mundo humano que no pocas veces nos avasalla. De ahí el tremendo peaje del acogimiento a tópicos y
convenciones socialmente vigentes que, inadvertidamente, estabulan nuestra
capacidad de experiencia. Ernst Jünger nos recordará en La Emboscadura
esta dimensión mediadora del lenguaje como fuente de vida. En sus propias
palabras “El lenguaje forma parte de la propiedad del ser humano, de su modo
propio de ser, de su patrimonio heredado, de su patria, de una patria que le
toca en suerte sin que él tenga conocimiento de su plenitud y riqueza... Así
como la luz hace visible el mundo y su figura, así el lenguaje lo hace
comprensible en lo más íntimo, y no cabe prescindir de él, pues es la llave que
abre las puertas de los tesoros del mundo. La ley y el dominio en los reinos
visibles y aún en los invisibles comienzan con el poner nombre a las cosas.”
En un contexto social e histórico como el de esta era titanes -asi llama Júnger al paisaje técnico que descolla en el siglo XX-, caracterizada por la administración y el control de la vida, ponderar
la memoria de las palabras y su magia creadora quizá sea algo intempestivo. Tradicionalmente
las tradiciones humanísticas, que se remontan a la hermenéutica renacentista de
nuestra propia tradición cultural, habrían sido la gran reserva sapiencial y el
marco educador en los últimos siglos. De ahí que la crisis de las humanidades,
promovida por la cultura dominante, esté a la base de la intensidad crepuscular
de nuestro tiempo. Lejos parecemos estar de los muchos siglos en los que el
encuentro con las disciplinas humanísticas era el auténtico espejo y motor de
la vida anímica. Las humanidades como paideia… Arte, poesía,
filosofía, literatura, historia. Todos esos saberes inútiles desde el punto de
vista del dominio técnico de la vida pero fértiles desde la perspectiva de
desatar nuestra capacidad de vida.
Calibremos que si algo nos exije la existencia como tránsito será el
compromiso firme con nuestra propia creatividad, con nuestra capacidad de
visión y con la investigación de esos lenguajes humanos capaces de indicar y
amparar determinados viáticos del alma. El encuentro con la palabra viva
dependerá pues de algo que rebasará completamente lo meramente verbal, lo
libresco, lo erudito y el puro significado mental de los conceptos. En esa
fuente acontece una clave en la que la vida irrumpe como esa agua que manó de
la piedra tras ser golpeada con la vara...
Esta intimidad con la palabra, capaz de revelar su
naturaleza creadora, nos la muestran singularmente los poetas. Con seguridad,
su singular modo de relación con la palabra, es el que con mayor nitidez nos
revela cómo ésta, transparentando y cristalizando mundos, manifiesta esa
potencia creadora. Y es que la poética, acaso como ningún otro uso del
lenguaje, muestra ese umbral de intimidad con la palabra y su potencia. Una
intimidad fértil que nos revela la esencia de la palabra como forja de lo
humano. En realidad, esta potencia creadora de la palabra será esa esencia,
generalmente impensada, de toda palabra y de todo uso del lenguaje; aunque, como
vengo afirmando, en pocos ámbitos como en el de la palabra poética, quedará
desvelada esa intimidad del lenguaje instaurando mundos...
Esta potencia creadora de la palabra nos dará cuenta
de la esencia y, también, del Misterio que acoge el lenguaje. Un Misterio que
irá de la mano de las posibilidades de vida en las muy diversas texturas que la
vida ofrece. En esas texturas la vida se nos mostrará como un caleidoscopio de
Misterio, la zoé de los antiguos griegos, la vida toda desplegando su
colosal drama... A la base del mundo humano los diversos estados del alma
entrelazándose, complejamente, con las diversas secciones de lo real -los estados del ser- que
corresponden con tales estados. La llamada cadena -seira- del ser, que decian los neoplatóncos citando a Homero, la cadena aurea uniendo sus diversos eslabones en el tránsito del alma.
(3)
Hugo Mujica,
en la estela de Martin Heidegger, se refiere a esa palabra de vida como
a la expresión de un “escuchar ontológico”, es decir, de un escuchar de las
potencias del Ser y de la vida. Lo que nos introducirá al tránsito hacia el
silencio como esfera propia de toda atención y de todo desvelamiento.
Desde esa capacidad de atención liberada, en palabras
de Mújica,
“el hombre volverá en ello a lo propio y desde lo propio todo será puesto
inicialmente al descubierto... y -el hombre- será tocado por la esencia cercana
de las cosas. El hombre mortal habitará, en definitiva, poéticamente, habitará
desde la manifestación inicial, creacional, desde la poiesis. Y
volverá a conjugar el juego del mundo, el juego de los mortales y los dioses,
el cielo y la tierra, un día de fiesta…”. El hombre se volverá hacia lo propio
nos dice Mújica, esto es, hacia la creatividad de su vida anímica, hacia
el temple de su propio espíritu transitando esa cadena del ser a partir de su propia capacidad de atención… Ahí
precisamente acontecerá la vida derramándose en el alma al encuentro del mundo.
En la poiesis
la palabra encontrará su carne y la refinada potencia de vida que esconde. Si
bien lo dicho interpela a todo uso del lenguaje será en la poesía donde quede desvelado, con más claridad, el mandato fundamental de la palabra. Un mandato potente que a partir de la visión y la escucha realiza y aquilata posibilidades de vida.
Hasta lo dicho llegaría la tensión de la palabra
llevada a esa esencia simbólica que se limita a indicar. Hasta la misma
instauración de una vida renovada más allá de la palabra. La palabra como espejo y
acicate que siempre se transciende a sí mismo, como insinuación que inspira y
cataliza figuras de vida... Con la capacidad de ver y crear nos las vemos. Ante
la palabra poética no estaremos ante asunto meramente estilístico, rítmico o
melódico. Ahí palabra equivale a palabra propia, a palabra íntima, a palabra
que se hace carne, a lo cualitativamente más íntimo. Y la palabra propia lo será por
conjurar e indicar el desenvolverse de la vida propia, por resonar en nuestra
alma en tanto un resolutivo cauce para el cuerpo vivo.
(4)
Un asunto completamente irrelevante será el de la autoría de la palabra. Ya he indicado que tampoco es cuestión de su
brillo formal. Estamos ante un encuentro con el lenguaje capaz de remontarse
hasta esa esencia creadora de la palabra que tan bien nos muestran los poetas
en su canto. No se trata de ingenuamente imitar las tareas versificadoras de Safo
o de algún poeta meritorio sino de encontrar la palabra propia. Tanto da si uno
se dedica o no a escribir ya que poeta es quien hace y crea asimilando la palabra
a partir desde su percibir y sentir íntimo. Me remito al significado de poiesis.
Se trata más bien de abrirse a la vida en la palabra que la instaura, de acceder a esa esencia del lenguaje que
indica viáticos al alma en la atención al lenguaje poético. Ahí la
palabra se encarna, alumbra universos, transforma mundos, cristaliza visiones...
Por eso, quien encuentra la propia palabra accede a una auténtica reserva del
espíritu y de la creatividad humana. Tal será la relevancia de pensamiento,
imaginación y narración a la hora de elaborar nuestra existencia. Hombre y
relato serán uno y lo mismo. De ahí, la importancia del cultivo y la atención a
esa capacidad de palabra que se plasma en todo relato, sea éste de orden
imaginativo o puramente intelectual.
En lo referente a lo dicho el encuentro con las
palabras de los demás no será desde luego un asunto menor. Advirtamos la enorme
riqueza que depara el encuentro con la palabra de esos pioneros que se
adentraron por las mismas aventuras del espíritu catando lo real. Su testimonio
recapitula la cualidad de su experiencia y los referentes humanísticos
convocados. El encuentro con estos referentes, abiertos con naturalidad a
literatura, arte y filosofía, será existencialmente decisivo. No olvidemos que
en las tradiciones humanísticas acontecen glosadas las posibilidades de la vida
anímica. Ernst Jünger, muy certeramente, nos dirá sobre quien intenta
sobrevivir en esta era de los titanes desatados: “no podría encontrar lo que es
justo más que en el interior de sí. De las cosas que hay que defender nos enteraremos
más bien leyendo a los poetas y los filósofos”. Hay que atender a la potencia
de la palabra en las palabras de poetas y filósofos. El poeta conjura la vida.
El filósofo encuentra su quicio en ese saber que indica la vida. Al modo del mythos,
al modo del logos…
(5)
El horizonte de la existencia es llevarnos al límite, a ese límite en el que la
palabra humana se desdibuja y florece en la vida que irrumpe. La vida del
hombre, su byos,
encontrando su horizonte de plenitud en la zoé, en la vida-toda
desvelándose en intensidad, verdad y belleza…
Hombre y palabra encontrarán su sentido siempre más
allá de sí. En su propia finitud y capacidad de apertura. Paradójicamente pocas
cosas abisman y violentan tanto al hombre que el acceso a su propia finitud.
En la finitud el tempo del lenguaje encuentra un umbral de silencio que no deja de inquietar al alma atizando sus temblores más primarios. Más alla del temor y del temblor el
silencio del alma quedando bien abierta a la vida y el silencio de una potencia
generadora de vida que todo lo acoge... En realidad, nada hay sino un océano de
silencio con olas que lo recorren surgiendo y retornando al silencio. Cualquier
tradición sapiencial que se precia atenderá, básicamente, a ese silencio que
alcanza más allá de nuestras retoricas internas tan enhebradas
en las pasiones del alma. El hallazago de nuestra capacida de silencio verá renacer nuestra percepción y nuestra
capacidad de conocer en esa atención pura que dijera San Juan de la Cruz. Y lo más tremendo, constatará al propio silencio habitando al
fondo del alma. Cultivar el Gran Silencio atendiendo a esa palabra que nos dice...
Los
antiguos griegos diferenciaban la zoé, la vida toda, la vida en general,
de la byos o vida singular de cada organismo.