Reproduzco este articulo, El don de la ebriedad, tal y como fue publicado hace más de veinte años en la revista Generación XXI. El texto se aventura en la cuestión de las sustancias psicoactivas teniendo en mente, sobre todo, las sustancias visionarias. Muchos años han pasado. Desde entonces el cuero se ha ido curtiendo y el animo madurando. Releer un texto de juventud le instala a uno en un caldero de intuiciones y de veredas que se abrían, todas ellas borboteando. Uno se asoma a una foto fija, a un momento singular. Una mirada melancólica pero más templada indaga en el texto; constata sus lagunas pero también su aliento, sabe de las sendas que se sucedieron. En un texto así se podrían introducir cambios pero ya entonces tendría otro valor. En fin, ahí va. En la imagen Atenea.
Lo cierto es que el signo de los tiempos nos muestra la ebriedad con
resonancias degradadas y degradantes. Capas enteras de la población se
encuentran enganchados a ansiolíticos o antidepresivos. Otras sustancias, peor
tratadas por el poder farmacrático, son entregadas al mercado negro e
introducidas en la espiral de la marginalidad a mayor gloria del capital
financiero. Tanto en un caso cómo otro se persigue lo mismo. Alterar la
conciencia para así escapar por unas pocas horas a las miserias de una
rutina psíquica en exceso interferida por las codificantes y masificadoras
sociedades modernas. Por lo que se refiere a las propias sustancias, en su
inconsciencia, se ven arrojadas a una u otra categoría de manera bastante
arbitraria.
Así las cosas, la pauta de consumo que determina la legalidad o ilegalidad de
la sustancia construye la relación con la misma y, por tanto, la peligrosidad
de la droga, y es que las sustancias no son tan inconscientes como parece. El
resultado es un consolidado escenario donde las divergencias acerca de los
psicoactivos y su prohibición no son más que parte del decorado. No me cabe
duda alguna de que nuestro cruzado antidroga Gonzalo Robles y Lou Reed cantando
a la heroína son dos caras de la misma moneda, marionetas del mismo escenario,
muy necesitadas la una de la otra. Solo un irracional consumo compulsivo,
socialmente problemático, legitima una política de prohibición tan irracional
como la que hoy se practica. Sólo la prohibición construye ese
delirio de consumo donde cualquier efecto, sin distingo alguno, es siempre el
deseado.
Vista así, la relación de nuestros contemporáneos con la ebriedad, es de las
más desoladoras de toda la historia. No es de extrañar. Los inmensos y
titánicos despliegues de poder de nuestro tiempo exigen un hombre pequeño, frágil y moldeable pero integrable en los engranajes de la inmensa maquinaria de la que todos
formamos parte. Existe mucha propaganda contraria a la ebriedad, y una gran
incriminación pública de los embriagantes, pero la realidad es que nunca se
había dado en toda la historia un consumo tan extendido y tan masivo de alteradores
de la conciencia. La hipocresía y la idiocia son extremas, la ignorancia acerca
de la ebriedad también. Antes ya apunté el enganche masivo y creciente a
ansiolíticos y antidepresivos. Por otro lado el pseudoritual aparentemente rebelde
que constituye la ingesta compulsiva de sustancias, sin
discriminación ni arte alguno -y la reducción de la ebriedad a un objeto de consumo
más- sólo deja el saldo de que con la ebriedad no se puede jugar. Esta siempre
pasa su factura. Sus viejas cuentas pueden llegar lejos y hondo.
EBRIEDAD Y
DESTRUCCIÓN
Toda ebriedad destruye. Aún en el mejor sentido. Si no que se lo digan a quien
se adentra en sus laberintos sin tomar las necesarias precauciones ni realizar
ablución alguna. Un yonqui, un alcohólico, alguien atrapado por el barroquismo
de su propio subconsciente en un trance visionario... La destrucción de lo
que siempre fue efímero, construido y falso, puede ser el comienzo de un
descubrir lo que siempre estuvo debajo de tanta paja y hojarasca psíquica.
Nuestra cultura es completamente ignorante por lo que a la ebriedad se refiere.
Por ello se generan esas dependencias y estragos que no hacen sino manifestar
desajustes de la propia conciencia moderna. Si algo no permite nuestro precario
modo de vida es la relativización del mismo, proclamar su carácter fugaz o
incluso falaz, destapar que no somos lo que creemos ser, revelar que el flujo
de nuestras aspiraciones, pensamientos, sugestiones, deseos y fobias no son más
que hábitos sociales y constructos educacionales. De esas cosas, hoy en día,
nadie quiere saber, y es eso precisamente lo que hace imposible el desarrollo
de una cultura refinada acerca de la ebriedad.
Quisiera ilustrar esta apretada exposición con una cita de Martin
Heidegger que muestra a la perfección la desafiante cifra de ese don que
en la ebriedad reside: "La época sigue indigente no solamente porque Dios
haya muerto, sino porque los mortales apenas conocen lo que tienen de
mortal". Siempre Heidegger, tan griego. Nuestros padres los griegos,
maestros de la Tragedia, sabían que ésta siempre brinda una ocasión para la elevación. Aristóteles de
manera muy explícita habla de esa catarsis de los sentimientos que procura la
hermenéutica de lo trágico. Por todo ello, como dice Antonio Escohotado,
"La ebriedad siempre será gratitud".
SOBRE LO LÚDICO
La ebriedad integra, quizá como ningún otro escenario, momentos y usos estrictamente lúdicos. Desde luego, no deja de ser una luminosa directriz para el viaje. Es muy evidente que delicias de la misma son el placer, físico, estético o mental, y las sintonías personales que enmarca. No habiendo nada más sagrado que la alegría y la plenitud del espíritu, lo lúdico se inserta como el necesario complemento de la catarsis que la ebriedad supone. Toda limpieza del propio dial lo primero que produce es una suerte de conciliación con la vida y, por ello, la celebración de la misma. La ebriedad, limpia de polvo y paja, es acaso la fiesta y celebración por excelencia donde la propia libertad se goza y se agasaja. La ebriedad, en la alegría que ésta muestra, no entiende de nada que la ignore, ni de apropiamientos psíquicos de la misma, ni de pesanteces que interfieran su devenir inocente. Es sin por qué, como la rosa del poema de Silesius. La entrega sincera a la misma abre escenarios donde la comunicación humana encuentra sintonías, siempre más allá de uno mismo. Son hermosos los momentos para la ebriedad en buena compañía, tiempo para la confianza, el festejo y la broma, donde la existencia y los seres que la pertenecen parecieran elevarse quedando rotos los limes de la propia individualidad. Muy ajenas son a todo esto esas borracheras donde el genio de la sustancia ofrece al que no es capaz de dar la talla un habitar la ebriedad encerrado en sí mismo, cosificando la realidad, para convertirla toda ella, en una innoble construcción, paranoica y proyectiva. Ese es el castigo de los dioses a los que no son capaces de compartir la alegría, de recibir lo lúdico, de contemplar el juego de la inocencia. Larga vida a Dionisos, el niño que juega y se mira en el espejo, Dios de la ebriedad.
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