Clint Eastwood. “Los
puentes de Madison”… Una de escasas películas en las que
perder una frase, no escucharla bien, casi parece como un drama. Tal inquietud
no es baladí y es que algo decisivo puede perderse en el misterio sutil que la filmación
va desgranando plano a plano. ¿De qué misterio sutil hablamos?. ¿Por qué
Misterio y por qué sutil?. "Los puentes de Madison" nos ofrece una historia de
amor, una historia simple de amor en la que la trama es el destilado del amor
mismo en la palabra y la gestualidad de los personajes; lo que se narra y dice,
lo que la palabra evoca y no dice, lo que no se nombra y se atisba, la
irrupción del amor trastocándolo todo... Del eros y del logos,
del Amor y la palabra, de los cuerpos que se animan va efectivamente “Los puentes de Madison”.
En el film, casi todo, se
reduce a los amantes; lo demás solo cobra relevancia al quedar abierto a la
trama que ambos entretejen. Poco más podríamos decir de esta obra maestra en la
que el amor es la gran referencia; el amor y el espejo de los paisajes floridos
del Medio Oeste americano abiertos completamente al cielo azul. Quien haya
estado en el Medio Oeste me comprenderá. Un cielo vasto, el amor como misterio
que se brinda e irrumpe para transfigurar la vida, la vida desanudada en la
palabra y, sobre todo, en lo que no se nombra, en lo evocado y no dicho, en el
gesto y la vida que se enciende desde ese misterio que se brinda, en lo más
sutil y delicado derramándose en ojos y labios, vivificando cuerpos. Por eso
parece una tragedia perderse el más mínimo diálogo, la más mínima mirada. Todo
en “Los puentes de Madison” respira la tensión de la vida desatada y dejada a
su potencia; lo que más anhelamos, un vivir que deje atrás lo cotidiano en lo
sublime irrumpiendo. Para vivir algo así, no nos equivoquemos, bastan unos
pocos días, unas pocas miradas, una ráfaga, y la experiencia de las almas y los
cuerpos entrelazándose. Poco más. Y así sucede en “Los puentes de Madison”, un
amor de días -casi de horas- que, sin embargo, dará sentido a la vida entera de
los amantes.
La vida dejada a su
potencia, lo sublime brindándose, ese sol de mediodía para el que nada ofrece
sombra alguna, un estado transcendente de vida, por decirlo al modo de Artaud, haciéndose presente. Artaud lo relacionará con la poética. Platón, en el Fedro, entrelazará el entusiasmo mistérico con el amoroso y el poético. Algo potente se atisba. Aquí los problemas empiezan ya que dejar atrás lo cotidiano
puede violentarlo y abrir grandes heridas. Los amantes se mueven en ese arduo cruce
de caminos. Entregarse al amor que estalla como un rayo que baja del gran azul
o atender las responsabilidades cotidianas que pueden ser también amores -en
este caso amores de madre-. Paradójicamente la potencia de los amantes encontrará
un hilo dorado que lo reúna todo y el amor que irrumpe lo será todo en la vida
de ambos, eso si, discretamente, como lo que pareciera no concurrir pero que
todo lo nutre y lo ampara. Su relación de días no será una aventura sino su gran reserva de memoria,
la vida por fin iluminada. El imaginario que dinamiza el amor ¿no es acaso ser
que se brinda?.
Podríamos decir más cosas de “Los puentes de Madison”. Describir más a los personajes -las interpretaciones de Meryl Streep como Francesca Johnson resulta colosal y la de Clint Eastwood como Robert Kincaid no la desmerece-, atender a la dura crítica -madura y no maniquea- que Eastwood, como director, lanza a la sociedad conservadora de la América profunda, dar cuenta de la catarsis final de los hijos al descubrir póstumamente a su madre, indicar la relación de Francesca con su marido, ese hombre bueno y buen padre al que se quiere pero no se ama, la soledad buscada de Kincaid a la espera de la gran vida que ilumine, al anhelo de Francesca, enamorada de Yeats, tanteando otra vida y saliendo de la Italia profunda para recalar en la América profunda... No lo voy a hacer. Todos ellos son los mimbres que componen la atención a la belleza y a la vida potente que desgrana esta obra maestra. Solo añadiré una simple coda final. Todo el cine de Eastwood supone una gran reflexión sobra la figura del héroe. “Los puentes de Madison”, en el hondo respeto y la devoción de por vida a la amada, no será una excepción.