Thoreau, ya lo indicábamos en la
anterior entrada y primera parte de este texto, hace del vaciado de sí y del silencio interior el eje de la
vida del alma. Con todo, la referencia a otro Silencio, enunciado con
mayúscula, será decisiva para dejar constancia de la hondura del temple espiritual
de Henry David Thoreau y, también, de su sintonía con la gran tradición
metafísica de la que bebe. El sabio de Walden dedicará las últimas páginas de
Musketaquid[1] a indicar una esfera que transciende la contemplatio naturalis y el reino del
ser. Según su criterio el Silencio será el rompeolas que indican las palabras
más excelsas haciéndolas enmudecer; esa esfera de la que nada cabe decir, en la
que toda representación humana debe ser dejada de lado y de la cual la creación
constituye su manifestación visible. La propia capacidad de silencio, del mismo
modo a como sucedía con la contemplatio
naturalis, será el reverso que prepare y convoque. Con todo, en el brindarse del gran Silencio todo será gratuidad de ahí que
no dependa de acción o disposición humana alguna. Gratuidad que se brinda y
acogimiento del hombre enmudecido a un Misterio sin forma que acoge toda forma.
De este modo el propio enmudecimiento quedará completamente transcendido en el desvelarse enmudecedor de ese Gran
Silencio.
Sobre el Silencio y su
manifestación es más que notable la belleza de lo afirmado por Thoreau: “la
creación no ha suplantado al Silencio sino que constituye su ordenación visible.
Todos los sonidos son sus siervos y sus proveedores y no solo proclaman que su
Señor es sino que es un Señor
incomparable al que hay que buscar con gran tesón… Están tan vinculados al Silencio
(los sonidos) que no son más que burbujas en su superficie que estallan de
inmediato como prueba de la potente y fértil corriente submarina[2]”. Thoreau continuará su bella y orientada reflexión
precisando que el entrechocar de esas burbujas que burbujean en la superficie
del Silencio oceánico solo proclama una melodía armoniosa y absolutamente pura...
Toda una lección de teología negativa y de su engarce con el plano de lo simbólico
la del sabio de Walden. Por eso el Silencio será esa fons et origo totius –fuente y origen de todo-, que decían los
padres de la Iglesia, del que nada cabe decir, irrepresentable e inefable; el
más allá del ser al que Platón llama Bien por remitirse toda plenitud a tal
esfera de transcendencia; la Unidad a la que Platón se refiere en el Parménides
en tanto que significa la esfera de unificación de todo lo real; la Divina
Tiniebla de Dionisio Aeropagita y de la teología negativa cristianocatólica… Más
allá del ser esa potencia creadora infinita, transcendente respecto de toda
forma. De este lado el ser del Silencio expresando su música y sus notas, las
burbujas mecidas por el océano, las olas y su melodía…
Atendamos al realismo visionario
de Thoreau y a su contemplatio naturalis -la visión iluminada es la que revela las cosas tal cual son- bien lejos de todo barroquismo visionario, a la significación metafísica de ese gran Silencio como denominador
de toda la estructura ontológica, a la distinción que hace entre
realidad y apariencia, a su modo de entender la iniciación como una iniciación
a lo real y al ser que vendría a enhebrarse en una percepción intelectual de
orden inteligible... Chesterton, del mismo modo que hace con William Blake, no dudaría en adjudicarle con sentido una vecindad estrecha con el cristianismo católico[3] y con su tradición metafísica. Por otro lado también se hace evidente su cercanía con
lo más granado del puritanismo en su modo de entender el dominio de sí como
perfección moral –aunque no por ello dejará de entenderlo como una ascética y no como un fin en sí mismo; lo que matiza ese puritanismo-. Al tema del dominio de sí y del cuerpo, al de los sentidos y al de la percepción intelectual
dedicaré la próxima entrada centrada en Thoreau que será la última de la serie.
Más allá del debate, por lo demás
interesante, sobre sus filiaciones religiosas y su sensibilidad espiritual,
queda el amor que se reveló a Thoreau, la verdad que le fue desvelada y la
memoria de sí que promovió. Esta es mi hora natal,/ ahora estoy en la flor de la vida./No pondré en duda el
amor inmenso/ que me cortejó de joven,/ que me corteja de viejo/ y que me ha
traído hasta esta noche”[4] nos dirá Thoreau. Un amor que se desgrana en esa contemplatio naturalis y en el acogimiento de lo humano a ese más allá del ser infinito y sin forma, un amor que apunta a “una verdad y una
belleza absolutas”[5], un amor que se brinda en los ritmos y el latido de la
naturaleza, en la sinfonía sublime de las armonías musicales del cosmos “produciendo
una melodía más completa e intensa que cualquiera de las producidas con sonidos
mortales” [6]. Tal será el amanecer del alma para Thoreau que no será
sino la Primavera de la creación y de la vida, esa edad de Oro que arraiga en
el mismo caos y que renueva su brindarse todos los años y en toda las
Primaveras como si de una liturgia de la luz se tratara. “En una agradable
mañana de Primavera quedan perdonados todos los pecados de los hombres” nos
dirá el sabio de Walden. Thoreau, un pensar de la amanecida, un pensar
primaveral que proclama la buena nueva además de su propia hondura y calado espiritual.
[1] Henry David Thoreau. Musketaquid. errata naturae Ed, pg 362 y ss.
[2] Ibid, pg 363
[3] Además
de esta intensa vecindad con la metafísica tradicional, en relación al
catolicismo, conocemos su proyecto de viaje a Roma y sus lecturas de los padres
de la iglesia, especialmente de San Agustín. No deba ser algo que nos extrañe en
un romántico a poco que consideremos el retorno a la metafísica tradicional,
encantada desde la poética y la apertura a la belleza, propuesto por lo más
granado del primer romanticismo. Ejemplo de lo dicho será el filocatolicismo del
circulo de Jena.
[4] Henry David Thoreau. Musketaquid. errata naturae Ed, pg 165
[5] Henry David Thoreau. Musketaquid. errata naturae Ed, pg 168
[6] Ibid, pg 167
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