martes, 18 de septiembre de 2018

Henry David Thoreau: Contemplatio naturalis y teología negativa (I)

“Un paseo invernal” –ya dediqué una entrada a este texto- es un perfecto ejemplo de la práctica de lo salvaje, que dijera Thoreau, además de un maravilloso poema en prosa en el que se da la palabra a la naturaleza. En él mismo se nos narra una experiencia de intimidad y contacto entre hombre y natura con el telón de fondo de la contracción, la dureza y la misteriosa belleza del Invierno; resistiendo el Invierno, sabiendo del calor interior que anima el vigor al contacto con los fríos, reconociendo la virtud y la belleza moral de estar a la altura de la prueba con un ánimo encendido… Del otro lado la fertilidad espiritual que brota; quedar abierto a la belleza natural, hacer pie en el suelo firme de lo real, acceder a la esfera del ser saliendo de la caverna…

Este contacto con lo real tendrá como fruto maduro una visión renovada –“ve lo que hay ante ti”[1] nos dirá Thoreau- en lo que él mismo denomina una sabiduría de la amanecida, una sabiduría auroral[2]; “la mañana llega cuando estoy despierto y hay en mi un amanecer”; una sabiduría en que la nocturnidad oscura encuentra su justificación y su horizonte en la “espera ininterrumpida del amanecer”. Esta capacidad de espera, según su criterio, tomará forma en la apuesta por una vida sencilla en contacto con la naturaleza. No podría ser de otro modo ya que para el sabio de Walden la naturaleza es lo verdaderamente real[3]. Dejar de lado lo superfluo y artificioso será pues la senda abierta hacia esa sabiduría de la amanecida entendida por el propio Thoreau como atención descondicionada, pura y simple, a la mera presencia de la vida. Precisamente al hilo de estas reflexiones será cuando nos enuncie su famosa cita: “Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida...para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido".

Como podemos constatar la buena vida, para Thoreau, es quedar abierto a lo real. Se trata de habitar conscientemente su presencia; la sucesión de los días, de las estaciones, del pasar de los años. En el poema en prosa “Un paseo invernal” nos dirá: “La corriente de un río es un maravilloso ejemplo de la ley de la obediencia, sendero para el hombre que se busca a sí mismo, ruta por la que la cúpula de una bellota puede flotar segura con su carga”. El equilibrio del hombre arraiga pues en la conformidad con lo real. En esa conformidad se sirve ese “avanzar por el único camino en el que ningún poder puede ejercer resistencia” nos dirá finalizando Walden. Thoreau, se hace evidente, no habla de obediencia a gregarismo o autoridad social alguna sino de la asunción y plena aceptación del acaecer que la vida nos va brindando. Nada nos será más necesario.

La idea de necesidad, atender a lo que nos viene dado, será decisiva. La atención a los ritmos y tiempos de la naturaleza –lo verdaderamente real- será precisamente lo que se nos haga más necesario indicándonos una cita ineludible y, al tiempo, una vía abierta a la propia plenitud. Adviértase que, en tal medida, el acaecer de lo real es lo que establece la vía y la senda del alma. En tal vía solo cabe asumir lo dado –fuera de lo real solo espera la propia alienación- y ensayar nuestra capacidad de atención. “Si respetáramos lo que es inevitable y tiene derecho a existir  la música y la poesía resonarían por las calles” nos dirá el sabio de Walden. Thoreau, efectivamente, remite la gran salud del hombre a un determinado dejar ser a la vida; a la capacidad del hombre de quedar abierto incondicionalmente a lo dado, a esa aceptación de lo que la naturaleza nos va brindado en cada recodo del camino. No cabe hablar de libertad sin aceptación ni de conocimiento sin acuerdo… Lo real sana por qué es aquello para lo que el hombre es. Conocer y atender lo real es la finalidad del alma de ahí que exista una correspondencia íntima entre el sentido de lo real y el sentido de la vida del alma. Por eso el microcosmos del alma, en la atención al presente, encontrará su sentido y su vida auténtica en la escucha del macrocosmos y sus ritmos y, solo por eso, “la alegría podría consistir en vivir en el presente”[4]. No olvidemos que esta correspondencia entre el macrocosmos y el microcosmos será una vieja idea que brillará en el romanticismo, en general, y entre los transcendentalistas con especial intensidad

La contemplatio naturalis que postula Thoreau va más allá de lo que sería una mera contemplación estética por concebirse como apertura al ser y lo real; lo que orienta la misma en una perspectiva ontológica más allá del mero deleite subjetivo. Se advierte devoción en Thoreau por la naturaleza. En tal devoción arraigará el sentido que halla en el aquí el ahora. Este hallazgo invitará a una celebración muy especial en la que, precisamente, se regocijarán “aquellos que encuentran su fuente de coraje e inspiración, precisamente, en el estado presente de las cosas y lo acarician con el cariño y el fervor de los amantes”[5].Como vemos hay apelación al eros en Thoreau, dirigido hacia lo real y la vida. Al tiempo este eros desborda el mero sentimentalismo para ser unitividad de tal modo que el amante que contempla el “estado presente” de las cosas queda abierto a lo contemplado y arraigado en su propia receptividad hacia lo contemplado; su ser íntimo se revela en la plenitud a la que queda abierto. Ahí brota la eternidad. En sus propias palabras: “He estado atento para detenerme ante el cruce de dos eternidades, el pasado y el futuro, que no es sino el momento presente”[6]. Así, el tiempo se transfigura en el darse de lo eterno transparentando el fluir perpetuo de “una verdad y una belleza absolutas”[7].

En este darse de lo eterno la sucesión temporal se derrama, se desborda su propia linealidad quedando la atención concentrada en el instante que acaece y en la presencia permanente y ubicua de esa belleza absoluta. El fluir de los sucesos muestra un solo sabor no condicionado por el cambio ni por la coacción del tiempo, que todo lo acoge, y que, conmoviendo el alma, la instaura en la atención amorosa al momento presente. Las memorias del pasado y las expectativas ceden en su capacidad de embrujo; la actividad mental corriente se vacía enamorada en esa atención pura y el hombre vive un auténtico renacer y una transformación profunda. El tiempo y el cambio se transfiguran en la imagen móvil de lo que siempre es. “En la eternidad hay algo verdadero y sublime… Dios mismo se realiza en el momento presente y nunca será más divino en ningún otro tiempo. Y podemos percibir todo lo que es sublime y noble tan solo mediante la perpetua instalación e infiltración de la realidad que nos circunda”. La memoria de lo divino en la atención simple al aquí y al ahora será la cumbre a la que ascienda esa sabiduría de la amanecida o auroral de la que nos habla Thoreau.

“Tras una noche tranquila de invierno desperté con la impresión de que se me hubieran planteado algunas preguntas mientras dormía a las que en vano había estado intentado responder en  sueños: ¿qué?, ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿donde?. Pero ahí estaba la naturaleza amaneciente, en la que viven todas los seres, mirando a través de mis amplias ventanas con rostro sereno y satisfecho sin que sus labios me preguntaran nada… la naturaleza no pregunta ni responde sobre nada de todo aquello que nosotros humanos mortales planteamos”. Así comienza el capitulo “La laguna en invierno” de Walden. Atendamos a lo que dice Thoreau. El sueño son las preguntas y el parloteo mental; el despertar el silencio y la contemplación. Ahora bien, ¿quien contempla?. La actividad contemplativa parece rebasar lo meramente humano atendiendo a la esfera de sentido que reconoce. Es cierto que la mirada humana sublima poéticamente la vida, ahora bien, el hombre no es sino naturaleza y vida de tal modo que, en realidad, es la vida misma la que a sí mismo se sublima en el hombre. Nos dice Thoreau en este inspirado texto que es la naturaleza amaneciente la que mira desde sus propios ojos acogiendo todos los seres. Lo real contemplándose a si mismo…  Ahí no hay parloteo hay silencio y salud devenida; hay identidad, identidad entre el alma humana y lo real; la physis de los griegos, la natura naturans de la metafísica medieval, la vida toda de Whitman, un plano de creatividad y vida que todo lo crea y acoge. La apelación a la naturaleza en Thoreau no es un mero panteísmo ni un esteticismo sino expresión de lo real y manifestación gratuita de la divinidad…

Los estados contemplativos, si bien encuentran su justificación en esta apertura a lo divino, tendrán a su base determinados temples y disposiciones internas. “Al igual que la del lago mi serenidad se riza sin llegar a perturbarse” nos dirá[8]. Thoreau, como no podía ser de otra manera, apela a los simbolismos naturales. Esta alusión a la serenidad y el temple del alma es importante. En relación al alma utiliza la misma metáfora del agua que Epicteto. La visión encendida de la amanecida del alma exigirá del temple del alma, de su propio silencio y vaciado, de un cierto dejarse de lado a uno mismo[9]. “En el azul de sus aguas no hay un solo pensamiento oscuro sino claras imágenes”[10] añadirá el sabio de Walden. Ahí, cuando las aguas del alma quedan calmas y nuestras pasiones dejan de determinarnos y mediatizarnos es cuando el alma, a partir del propio silencio interior, puede reflejar lo real fidedignamente. La mirada se enciende en ese silencio y en esa serenidad interior. Ahí, “fui consciente de pronto de la dulce y beneficiosa compañía que me ofrecían la naturaleza y el repiqueteo acompasado de las gotas y de cada sonido y cada imagen alrededor de mi casa, un amistad infinita e inefable, como una atmosfera fortificante”[11]. Siguiendo con esta metáfora natural entre alma y laguna y para indicar en el alma una esfera inalterable a la coacción del tiempo nos dirá de las aguas de Walden: “su naturaleza es inalterable”[12]; como esa apatheia de los clásicos en la que las pasiones son como meras olas sobre la superficie que, sin embargo, no alteran la naturaleza de las aguas. Esta plenitud de ser, que arraiga en la propia serenidad y templanza, convocará un entusiamo sobrenatural; el enthuosiamos[13] que decían los griegos. “El entusiasmo es una serenidad sobrenatural” nos dirá en Musketaquid[14]. El entusiasmo del que ebrio queda en la atención amorosa a lo real.




[1] Henry David Thoreau. Musketaquid. Ed errata naturae, pg 119
[2] Henry David Thoreau. Walden. pg 94 y ss.
[3] En la entrada de este mismo blog dedicada a la práctica de lo salvaje me extiendo en la identificación entre lo real y lo natural postulada por Thoreau
[4] Henry David Thoreau. Walden. Ed errata naturae, pg 323
[5] Henry David Thoreau. Walden. Ed Errata naturae, pg 22.
[6] Henry David Thoreau. Walden. Ed errata naturae, pg 2
[7] Henry David Thoreau. Musketaquid. errata naturae ediciones. pg 168.
[8] Henry David Thoreau. Walden. Ed. errata naturae, pg 137
[9] Henry David Thoreau. Diarios 22 de octubre de 1837. Thoreau vincula con la soledad ese evitarse a uno mismo entendiendo lo dicho como dejar de lado la identidad aparente que emerje en el fragor de la vida cotidiana inmerso en las convenciones sociales.
[10] Henry David Thoreau. Walden. Ed errata naturae, pg. 145
[11] Henry David Thoreau. Walden. Ed. errata naturae, pg 141
[12] Henry David thoreau. Walden. Ed errata naturae, pg 203
[13] Etimologicamente quedar inspirado y acogido al dios
[14] Musketaquid. Henry David Thoreau. Errata naturae Ed, pg 123.

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