jueves, 11 de diciembre de 2025

Va de coplas (y de afrancesados)

 

Ahí va una entrada sobre nuestra copla; cada vez más nuestra según se incrementa el umbral de aculturación promovido por el globalismo hegemónico. Es lo que tiene vivir en tiempos crepusculares. Dos y dos nunca son cuatro. Hace unos días me encontré, casualmente, un librito de letras de copla. Literatura de gran valor en tanto el cancionero popular que es. En la copla el español de mediados del siglo XX queda retratado en su imaginario. Nuestros abuelos compartiéndonos la piel y chorreando vida por sus poros. La persona singular, desde lo más popular, respondiendo con su capacidad de vida a la ordenación y administración de la vida propia de los tiempos modernos. Se afirma la pasión desatada y la indomabilidad del espíritu. La pasión y la sangre vivificando la vida castigada. La vida afirmándose, incluso, en contextos extremos… Más allá de la copla una metareflexión; ¿hasta qué punto los españoles nos miramos desde ojos ajenos interpretando un guión que escinde a las elites del pueblo?.


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Las coplas, si las coplas. Las coplas de nuestros mayores radiografiándonos el alma. Las coplas que los menos jóvenes de hoy en día aun escuchábamos en nuestra niñez; toda una suerte que se nos brindó. La canción española que decían; memoria viva que fue. Mi padre, Marcelo Aguirre, en su juventud se dedicó al oficio de escritor y, de hecho, estrenó alguna obra de teatro además de escribir “El macetero”, el primer éxito de Antonio Molina. Eran los años difíciles de la todavía posguerra. La copla formando parte de la vida de los españoles y narrando los trabajos y los días, que dijera Hesíodo. Miguel de Molina, el gran maltratado, cantando La bien pagá “nada te debo, nada te pido/me voy de tu vera/olvídame ya); la letra, de una dureza extrema, nos narra cómo un señorito se despide de su querida, prostituta y chica de compañía a la antigua usanza.  Estrellita Castro, memorable en “Suspiros de España”, un cante sobre la emigración española con las lágrimas en los ojos. Concha Piquer, la más grande, vibren con “Ojos negros”, muy pocas coplas pueden compararse a su compás y a su derroche de pasión narrando la visita a una mancebía (burdel); el contexto prostibular no hurta al encuentro sexual la pasión transformándose en amor de sangre y fuego; la sangre bien caliente afirmándose incluso ad inferos –“ven tu tomalá en mis labios/que yo fuego te daré… Ojos verdes, verdes/con brillo de facas/que se han clavaito en mi corazón”… Para mi no hay soles luceros ni luna//no hay más que unos ojos que mi vida son-. La Niña de la Puebla cantando el amor tan delicadamente pero chorreando pasión en “Los campanilleros”. Juanita Reina divisando el toreo con el más encendido corazón en la copla “Francisco Alegre”…

He de reconocer que la mayor parte de las siguientes generaciones de intérpretes de copla me interesan poco, básicamente por una cuestión de contexto, aunque ahí les dejo la magnífica interpretación que Amparo Soler hace de “Cántame un pasodoble español”, luciendo una voz de excepción. Entre las nuevos voces que se han adentrado en la copla destaca la catalana María Rodés. No se pierdan a la indie Rodés en una versión muy al día de la copla de toda la vida. Se deja de lado la voz de poderío y clara de tantas coplistas para encontrarnos con una voz singular que nos arrulla y mece hasta los mismos tuétanos. Extraordinario el trabajo de la Rodés.

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También hay a quien no le gustan las coplas. Los más bobos del lugar, que los hay, la asocian burlonamente con el franquismo sin darse cuenta que coplas eran lo que cantaban los soldados republicanos en el frente. En tal sentido no dejen de ver la fabulosa escena de la película “Soldados de Salamina” de David Trueba que lleva al cine la novela del mismo nombre de Javier Cercas y que elabora lo narrado por el escritor falangista Sánchez Mazas sobre su fusilamiento fallido. La escena se remite a un hecho concreto. Un joven miliciano anarquista, dirigiéndose ya hacia la frontera francesa tras la derrota republicana en El Ebro y ante la inminencia del exilio, se arranca cantando bajo la lluvia “Suspiros de España” mientras canta y baila abrazado a su propio fusil. Los prisioneros custodiados, los compañeros milicianos; todos se unen festivamente ante algo tierno, aéreo, desolado y bello… Dejando España y suspirando por ella de la mano de la Castro¡Ay de mi!, como dice la letra de la copla.

En esta anécdota constatamos con nitidez cómo operaba la copla, ese canto que aquilataba el sentir de tantos españoles; dejando ir las pasiones y sublimando dolores, elaborando el desgarro desde una narrativa y un son entregado a la supervivencia. Así era la copla, capaz de bajar al sótano para volver vestida de un cante no necesariamente alegre pero si de fuste y tronío; en plena guerra civil, en la dura posguerra. Por eso, acertó tanto el gran Basilio Martin Patino en “Canciones para después de una guerra”. La copla ayudando -y no poco- a sublimar la dureza de la posguerra; la dureza de la derrota y, también, la dureza que afrontó el vencedor. No olviden que en una guerra civil todos pierden hasta el punto de encontrarnos en una derrota compartida. En su imprescindible película Patino nos va mostrando las imágenes y secuencias más cotidianas y la copla las va acunando. Véanla en pantalla grande abriéndose a la copla y a la narrativa visual de esa España de posguerra para sentir la dureza y la capacidad de sublimación de un pueblo herido por el destino.

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Luego están a los que no les gusta la copla por recrear eso que, tan perversamente, atrajo a los viajeros románticos franceses del XIX y que, siendo una periferia folklórica marginal, convirtieron en nuestra imagen de país; lo que asumió sin mayores problemas una burguesía afrancesada y distante de lo popular. Probablemente se haya abusado de la imagen de lo folklórico; el propio Estado Español para atraer el turismo lo hizo acaso con exceso. Todos -o casi todos- sabíamos que tirar tanto de lo folklórico saturaba; especialmente a los más letrados y de ciudad. Por su parte el Estado lo tenía claro: llenarlo todo de turistas dejándose los dineros. La ecuación funcionaba. Eran los años sesenta y setenta del pasado siglo. La copla ya estaba de capa caída y los españoles se abrían sin demasiado criterio a una conciencia globalizada.

Por lo demás, la España que recreaban esos viajeros románticos, generalmente franceses, buscando el exotismo y la disonancia respecto de su país de origen, la encontraron en determinadas figuras marginales convertidas por ellos mismos en esa imagen de país; la maja, el torero, el chulo de capa, la puta de verbena, la folklórica, el bandolero, el buhonero, el vendedor de feria ambulante, el señorito perverso jugando a las cartas en los bares de los bajos fondos… Un imaginario asumido por la aristocracia cortesana borbónica y la burguesía emergente, incluso por la propia corona mirando al pueblo desde su monóculo. Un excelente libro “El torero: Héroe literario” de Alberto Gonzalez Troyano nos desvela ese proceso en el que lo popular, en el imaginario, quedará asumido desde lo marginal y lo disonante por una aristocracia y una burguesía afrancesadas -también por los intelectuales-. Tal proceso habría quedado servido por la llegada de los borbones y de la mano de la gran difusión internacional de la cultura francesa en el XVIII. La resultante fue una cultura que vivía como natural la escisión entre el pueblo y sus élites afrancesadas además de empujarnos a entendernos desde ojos ajenos.

Los alemanes se sacudieron la influencia cultural francesa a finales del XVIII y para ello se miraron, entre otras instancias, en la cultura española del Siglo de Oro. Lo que sacó del olvido un momento decisivo de nuestra historia olvidado por los propios españoles.  La cultura española del XVIII, tan afrancesada, no dio de sí tal capacidad de reacción ni se planteó la más mínima reserva crítica respecto de ese imaginario afrancesado.

En todas esas figuras conjuradas por los viajeros románticos la pasión más desbordada desplazaba a la racionalidad y el cálculo en la gestión de las cuestiones personales; lo que dejaba paso a una cierta brutalidad encendida de manta en hombro protegiendo el cuerpo como escudo y faca al aire saliendo de la funda; lo que podía alcanzar, incluso, un duelo al sol de amanecida tras el malevaje noctívago. España como la aventura perversa de esos viajeros románticos franceses traspasando ciertos umbrales... Recuerden la “Carmen” de Bizet. Aun resonaba en la memoria del compositor francés la dureza extrema de las guerras napoleónicas desangrando los ejércitos franceses en un entorno que gustaba mirarse desde el exotismo, la visceralidad emocional y la disonancia.

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A todo esto, lo que terminaría cuajando como flamenco se cantaba a raudales en toda esa marginalidad social. Ese flamenco al que la sociedad bienpensante se fue acercando tan poco a poco… Todo un debate el del origen del flamenco. La hipótesis de su origen gitano pierde fuelle al contrastarse que los gitanos de fuera de España no presentan un perfil musical parangonable. De un modo o de otro, el flamenco; música de los márgenes, de gente errante. La gente de las caravanas que recorrían la península yendo a las ferias de ganado, tratando con caballos o reses y vendiendo de todo un poco; gitanos, mercheros... También música del pueblo llano que se metía en las minas a extraer el carbón y otros minerales en las serranías murcianas y andaluzas. Aun se homenajea el cante de las minas en el festival anual de La Unión. Músicas que surgían de la piel y del sudor amargo del pueblo más olvidado, de las clases y sectores sociales más marginales y periféricos. Ese sector de la población al que el desarrollo de la sociedad industrial arrinconó más allá de todo margen. Cantares del alma cuajando en joyas como las del cante hondo o la copla; el alma operando como atanor y destilando sus figuras... Esa mirada afrancesada miraba al pueblo atendiendo a sus sectores más marginales; y estos, dando una lección, nos legaron su genio…

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No nos mintamos. El rechazo que suscitan en algunos estas artes, en realidad, es por su perfil salvajemente popular. Si, salvajemente; salvajes por vivas. Lo vemos en las letras de las coplas saturadas de emociones extremas, de amores desgarrados e imposibles… Las “Cartas Marruecas” de Cadalso esbozaron el patrón del rechazo que el afrancesado siente por su propio país en sintonía plena con los ojos de la enciclopedia parisina; lo que, dicho sea de paso, nos deja en pésimo lugar y es que los enciclopedistas si denostaban un país era España. Había que pasar factura al viejo Imperio que acaso, más allá de luces y sombras, había postulado una modernidad alternativa… El resultado: esa mirada tóxica hacia el pueblo por parte de unos afrancesados desmemoriados y desarraigados además de cargados con un énfasis crítico, muy pasado de revoluciones, que desnortaba cualquier regeneracionismo imaginable…La España del progreso y los intelectuales traicionando al pueblo. Paralelamente, la reacción política monopolizándo la apelación a toda traditio desde su tradicionalismo desgastado. Las dos Españas… Menudo sambenito y menuda disyuntiva de pesadilla. Ya lo sentenció Machado. Por cierto, no se si recuerdan a ese primer ministro de Carlos III, Esquilache, que quería obligar a los españoles, por ley, a quitarse la capa y a vestirse como franceses -literal-. La España progresista le dedicó una elogiosa y delirante película… Pasan los siglos y no nos libramos de esa mirada envenenada ni de sus hondas repercusiones. Es lo que tiene mirarse desde ojos ajenos.

Finalmente haber leído un libro de coplas, de sus letras, según leía en paralelo a los románticos del XIX -recuérdese el tema de la anterior entrada- me dejaba claro lo extremadamente románticas que podrían sonarnos esas letras no muy distantes a la sensibilidad del Sturm und Drung, eso si, en clave completamente popular y más allá de refinamiento alguno. En su tonos y en su sensibilidad quedara dicha una poderosa resistencia al proceso racionalización que promueven los tiempos modernos; la verdad vivida de las pasiones, saber desbocarse, salir de si, del guion que se nos asignó, fracturar lo bienpensante, atender los amores imposibles… Lo dicho no deja de suscitarme una reflexión sobre las alcobas en las que se refugia lo humano en los procesos de programación y modelización existencial que la modernidad implementa. Sientan y vivan nos dicen los coplistas, a la sazón escritores de alto nivel no siempre reconocidos en su verdadera valía. Piénsese en las letras de Rafael de León, o las de Valverde, Ochaita o Sodano. En fin, de la copla beban su vino de vida desatada…

La copla como escuela del vivir, como catarsis de las pasiones llevadas al extremo y, en tal medida, indicándonos una vereda: la de la vida misma. En sus letras y en los sentimientos a los que empujaba su música, la sociedad se miraba en un espejo y los sentires maduraban y encontraban sus quilates. No olviden vivir, no olviden la pasión, nos dicen las coplas. Leyéndolas me venía a la cabeza la reflexión griega sobre la tragedia. No diré que las coplas compartan una mentalidad trágica -muchas si- aunque lo cierto es que desgranan el sentimiento desatado y a veces descarriado arremolinándose en las venas. Invitan a una catarsis y a una toma de conciencia, educan, en suma, en el magisterio del corazón bullente y la aventura sentida bien lejos del programado y aséptico modo de vida promovido en la era de la razón. Muestran veredas excesivas que, indicando la vida desgranada, al tiempo, alertan de excesos reclamando medida para la vida vivida. Como telón de fondo, la programación creciente y el frío diseño de las existencias en el tiempo de la administración de la vida. La copla como línea de fuga que empuja a vivir siendo recibida intravenosamente por el gentío, y como respuesta sublime de un pueblo maltratado tanto por esos viajeros románticos que le retrataron como por las clases pudientes que asimilaron ese retrato distorsionado.


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