(1)
No conozco personalmente a Abdennur Prado aunque se
de su trayectoria desde hace tiempo.
Escribir sobre él no se si me hace fácil o difícil precisamente por ser
importantes las vecindades entre ambos. Digamos que es alguien a quien entiendo
bien, o incluso demasiado bien, también en el disenso. Acaso por eso hacer una
reseña de su libro ha encontrado su singular tránsito. Vo y anotando el
poemario y sus versos se entremezclan
con mis subrayados y notas. El resultado final termina acojiendo diversas
orillas en un libro vivo profusamente anotado y subrayado a lápiz. Todas esas
orillas van recorriendo un iterin de
marcado acento espiritual y visionario. Este iterin arranca en el pálpito de una crisis interna que divisa al propio
mundo chascándose como sandía para descubrirlo como herida… Una herida de la que acabará, sin embargo,
manando luz en la aceptación de “lo que hay” y “va siendo”[2],
La aceptación de ”lo que hay” incluirá la de la propia finitud y nuestra muerte
venidera. “Nada nos reclama/tan solo el oleaje” [3] nos dirá el poeta reconociendo el
tiempo como ese “anillo/ de compromiso
con la muerte”[4]…
Y ahí “nos caemos entonces del lado del destino/en el acto más puro cantando la
alabanza/ del tiempo como hijos de los acantilados”[5]
y es que “nos ampara el señor de la fortuna cuando nos sometemos al destino”[6]…
¿Aceptar el destino como gran eje del espíritu –ruh- despojándose de su velo?… En
realidad, una exigencia de la unidad de todo lo real que dijera Ibn Arabi -o
incluso su sello-. Al tiempo la intensa expresión de vigor interno –en
realidad, una gracia- que anima la sagrada potencia del decir si aceptando
intimamente “lo que hay”. “Estas en el presente como un todo”[7]
nos dirá el poeta… En ese presente, abriéndose al todo y a su engrana de
sentido, será recurrente vivir nuestro propio desplome cayendo desde las alturas
del acantilado hacia ese mar que nos confunde en lo sin forma. El cerro que nos
elevaba se revela como acantilado derramándose en las aguas siempre excedidas del
océano. El mundo dejando de ser lo que soñábamos. El nivel del mar subiendo;
temor y temblor. El acantilado como hogar recio y ventoso que precipita y
permite divisar la mar océana más allá de la forma. “Llegar a ser lo que eres:
un recipiente y una forma abierta a lo increado”[8].
El anhelo de lo Uno como rostro de la
gracia que se muestra… “pero las olas cesan de estar ebrias/si el corazón se
calla y la promesa/ de la unidad no mueve las manos como remos”[9]
nos advertirá el poeta. El Misterio de la Unidad conjurado. Lo Uno desvelándose
para amparar y acoger la diversidad de lo real. “Desde la perspectiva unitaria
la simpatía vence toda oposición y la semejanza supera toda diferencia. Pero al
hacerlo las preserva”[10].
Lo Múltiple como manifestación de la Unidad, su propio rostro revelado...
Como decía mis afinidades con Abdennur Prado no son
pocas. Compartimos áreas comunes en nuestra formación como filósofos y también
cierta figura un poco beat[11].
Hemos leído a los hijos de Nietzsche (Deleuze o Foucault) y a ambos nos alcanza
esa nostalgia por lo sagrado y el Misterio que, en nuestra infancia, supimos
ver en Bataille. Aprendimos de la filosofía del siglo XX tanteando sus luces,
bucles y vías angostas. Ambos quedamos deslumbrados por los grandes sufíes al
abrirse salvaje su palabra como un tejido de fuego. Bebimos del cuerno del
nihilismo hasta las últimas gotas, por no ser cautelosos reaccionarios, y
vislumbramos sin tapujos la decadencia, casi de vía muerta, de nuestra
civilización. Conocemos bien la estela de Nietzsche y su gran visión, capaz de advertir que la decadencia de
Occidente es más honda que la que serviría un mero problema de subversión
violentando una traditio.
Ahí Abdennur decidirá un viraje íntimo relevante en
el que no pierde la figura. Su conversión al Islam es todo un ejemplo al
mantener la virilidad espiritual del que no se arabiza colapsando eso de ser
musulman en una cuestión externa de costumbres supuestamente bendecidas; algo
muy extendido por la debilidad del converso y por la presión de lo que sería el
Islam realmente existente quince siglos después de la muerte del profeta. De
ahí que no nos deba sorprender, por ejemplo, su rotunda atención a la cuestión
de la mujer en el Islam y al feminismo islámico. Por lo demás, Abdennur Prado,
uno de los nuestros, nos confronta en nuestra fibra andalusí atendiendo a un
esplendor deliberadamente olvidado. Esta no es una cuestión menor ya que con la
conversión, el poeta, reformula un destino inédito de nuestra propia tradición
cultural. Algo que quizá se percibiera mejor hace unas décadas lejos del
panorama de choque de civilizaciones que actualmente se implementa.
(2)
La poesía se abre como flor no cuando nos gusta o
complace -la poética no es una cuestión
de gusto ni deleite- sino cuando se descubre viva y con capacidad de nombrarnos
de tal modo que la prosodia, emancipada del autor y del gusto del lector, se
convierte en esa palabra sin dueño que nombra las vías y goznes abiertos de lo
humano. Ni siquiera es que nos reconozcamos en la palabra del poeta. Más bien
el poeta, en su propia ebriedad e inspiración, abierto queda a los paisajes del
hombre nombrando su llegar a ser a través de una poética que es espejo. Un ser
que, para Abdennur Prado, enraíza en lo que él llama lo siempre ausente
brindándonos su poder más allá de lo humano y sus carencias.
Lo siempre ausente, el “él o el hu del sufismo”, la
invocación de la divinidad más reservada de los sufíes. Hu, hu repiten los
sufíes en sus rituales de oración y trance. Llamativa manera de invocar a Dios
invocando lo que en términos de sintaxis no es sino la tercera persona del
singular, de suyo siempre ausente, pero cualificándolo todo al tejer el marco
en el que quedan definida toda relación –la vida siempre va más allá de la
simple relación entre el yo y el tu; la tercera persona es lo que cualifica el
conjunto-. Hu, en realidad, una llamada a lo completamente transcendente, a lo
completamente otro más allá del ser, a eso que no vemos y de lo que nada
podemos decir; una alteridad que, sin embargo, tal y como indiqué cualifica
todo el escenario para tornarlo significativo y simbólico; potencia de la vida
que se brinda en la copa del ausente que se anhela… “pero lo siempre ausente me
dona su poder/ de amar la lejanía mientras veo/la lluvia descender como un
presagio”[12]…
¿Solo es el hombre en el anhelo?. La poética como espejo “la poesía
transparente toca/ la línea de la aurora/cuando el silencio vence la derrota”[13].
El anhelo y el silencio como aduana.
Desde la propia herida del alma dejada a su albur y
desde el insinuarse del ausente aparece la noción de senda, de vereda, de camino
que se recorre desgranando las estancias que el corazón habita. Para Abdennur
la amada, espejo y vibración del alma, será la privilegiada referencia que
desgrana el camino que trazan las esferas transitadas “una pequeña luz que me
contiene/ y hace de mis locos
pensamientos/ una huella del cuerpo de la amada”; la amada y no solo, también
“la visión del mar como camino”[14]…
La dama en el mar; ancla, astrolabio y timón; esa dama increada[15]
que vivifica al amante en su devenir del mar océano; “solo tu imagen tímida y
remota/concilia mi esperanza y mi pereza/ se deshace en instantes de pura
devoción”[16].
La doncella, la dama celeste (y terrestre), la doble
femenina del alma y su cuerpo rebosando luz, estará muy presente a lo largo del
poemario. La relevancia de la dama no será ajena a la gracia donándose por ser
la dama el espejo del viajero. ” la gracia de lo eterno que se ofrece, la amada
como gracia”, bendecido cuerpo de luz, “sueño con tu cuerpo luminoso”[17];
te recibo “como a un volcán su lava”[18]
dirá el poeta.
El carácter visionario de los poemas se intensifica a
lo largo del texto para alcanzar esa palabra que nombra en una trama de
paradojas enlazadas. Según nos adentramos en lectura de los versos se va
elevando el nivel de las aguas aunque el deseo mal elaborado lastra, confunde y
limita. Aun así, el camino se nos revela con una contundencia devoradora “ya
conozco el camino/estoy en sus veredas incenciado”. Y el camino es el maestro y
la vía abierta a lo divino; y, también, la brasa más ardiente “estoy en el
camino/ cuando siento lo divino/inundándolo todo con su fuego”[19].
La propia nada, la fatuidad que nos enhebra, esa derrota íntima que se asume se
acepta como el más preciado tesoro[20]
acogiendo el mundo ardiendo en un tiempo eterno que siempre permanece[21].
La derrota necesaria vuelve a insinuarse y es que nuestro psiquismo se ubica en
el centro de la vida como si nada más hubiera que la sombra que creemos ser;
la derrota será pues conciencia de nuestros
límites; no somos el centro de nada. Nos sabemos frágiles, nos sabemos
livianos, nos reconocemos incluso como una nada -“es un camino agreste donde
asumo/mi nada como el cauce que impulsa la certeza”[22],
que solo sabe del fuego desde ese encuentro que aniquila en lo divino; “es una
fuerza bruta en su belleza/primaria y siempre viva/un despertar salvaje como el
trono/de Dios sobre las aguas una brutalidad tan cálida y hermosa/que lo arrasa
todo/y nos deja entregados a la llama/ del corazón sellado por la gracia”[23].
La belleza desatada estará muy lejos de ser algo que
tenga que ver con el gusto o lo bonito. Más bien es el reino de lo salvaje
inflamando la vida toda, el aullido del lobo que estremece, la vida que
arrebata y nos saca de todo quicio, las aguas bullendo frescas y haciendo girar
en la locura toda forma… Y en la gloria del copero desvelada, el creyente abre
el alma a su desgarro “por amor de la lluvia/purificando el pecho”[24].
El desgarro que sirve lo celeste; “las emociones liberadas del peso de los
días”…
(3)
En su poema Confesión
el poeta glosará su propia crisis. En la feria continua de imágenes de la sociedad
de consumo y en el menú de diseño que se ofrecía se movía algo detrás de la
escena y, un buen día, tocó quedar tendido con el canal bien abierto;
fieramente y casi sin darse cuenta, sin alharacas ni alborotos, en el silencio
del abismo y en la palabra que nombra… “a lomos de un instante mortal como un
gemido/ respiramos el orden insumiso/ de la divinidad más pura y
lujuriosa/enterrados en la vida nos dimos a la fuga/sentimos el abismo abrirse
en el silencio… fue un fiero despertar a lo invisible/la voz de la otra vida
nos reclama[25]”…
Lo salvaje, ubicándonos fuera de sí haciendo añicos la convención social, sus
pequeñas verdades y nuestra fatua identidad, eso que, algún día, creímos ser.
Desde mi propia singularidad me resuenan las
palabras del poeta. A pesar de nosotros mismos y como un regalo, sin merecerlo
especialmente, algo entreabríó los ojos. “no es un abismo sobrio/es un espacio
arrebatado/por el sol del vacío/y el cuerpo lujurioso”[26].
La pregunta por el cuerpo surge en las palabras del poeta. El cuerpo, tan
maltratado y despreciado cuando la ascética no sirve por fracasar el caminante
en sus esfuerzos y experimentos de autocontrol. ¿Quién afina el cuerpo incrementando
los quilates del eros?. Recuerdo a
Spinoza “si supiéramos lo que puede un cuerpo”… Es el cuerpo estremecido y
animado, con sus sentidos hirviendo, quien se gira a la presencia revelada en
el océano más que vivo, “este cuerpo salvaje.../se aparta del camino
transitado/y se orienta al recóndito paraje/donde habita su alma enamorada”[27].
El alma como destino del cuerpo, como cesión del cuerpo del creyente enamorado
a la erótica divina. En palabras del poeta “es la gloria furtiva/ del creyente
que cede/su cuerpo a lo infinito”[28].
Por eso nos dirá el poeta que la visión –lo visionario- no es un final sino la
vía abierta que “irradia el fin que une y purifica los deseos”[29].
La purificación del eros, la plenitud
espiritual del cuerpo, la visión como plenitud del cuerpo en el alma que despierta
a sus potencias; “si despiertas la luz latente en tus sentidos/y tus sentidos
latentes en la luz//si abres los ojos del alma a las esferas…”[30].
Más allá del cuerpo y sus sentidos inflamados ese océano sin forma y el alma
abriendo al extremo sus entrañas... El cuerpo espiritualizando sus sentidos en
la gracia. La materia hirviendo en la luz.
Como podemos advertir ante la cuestión del cuerpo no
estamos ante la necesidad de una ascética voluntarista y desbocada sino en la
urdimbre misma del alma cebándose en su intuición y apertura a lo divino. Una
cuestión de gracia y no de mera voluntad…”mi pereza/ se deshace en instantes de
pura devoción” nos dirá el poeta[31].
Advirtamos la transparencia con la que el poeta aborda la cuestión del cuerpo y
los vericuetos del eros. No nos
quejemos tanto del cuerpo descabalgándonos y quejémonos de nuestros modos de
pereza en la marejada desbordada del espíritu brindándose. Oratio et contemplatio. El cuerpo como “materia luminosa”. El eros bendiciendo la vida.
El desafío de la “materia luminosa” en esa gracia
que se ofrece lo impregnará todo. “Nada puede detener la dicha/de una divinidad
telúrica y borracha/ de poder y belleza naturales”[32].
El dios de lo salvaje brindándose ausente en un misterio ubicuo. Lo siempre
ausente y su presencia “me dona su poder”[33]…
Al filo de los acantilados más abruptos fuimos arrojados pero de la mano de un eros salvífico nos encontramos. Al
frente, el océano de la inmensidad sin límites ni formas. El laberinto del eros y el desafío del océano. Ya el
poeta nos contó en Confesión los laberintos de un eros que no siempre mira hacia lo alto. En el poema “Proclamo mi
derrota”[34]
la persona singular desvelará su límite y su dependencia radical del Misterio “tan
ciegamente roto/ tan animal, tan abismado/tan mudo como ciego/… completamente
ido… no puedo ser siquiera no puedo ni no ser/tan solo darme al fango de la
espera/y esperar que el amor de las mareas/me devuelva mis restos a la playa/de
la desolación de lo infinito”. Continua el poeta “aquí en el santuario proclamo
mi derrota/ aquí en el santuario donde espero/la visita del ángel y el fuego
del hogar/ proclamo la victoria de la materia luminosa/cruzando por la puerta
abierta de mis dedos/ tocados por la gracia”. La dependencia de la belleza como
gran fuente de salud; la dependencia de lo divino.
(4)
Los acantilados como visión y poesía: Poesia de
espera, poesía visionaria, poesía ebria y borracha sin orden ni concierto,
poesía de derrotas regaladas y silencios que desbordan, poesía de los
acantilados más agrestes y de las caídas al océano vacío, poesía del desgarro
como crisol que nos alumbra en el útero marino, poesía de pasajes del alma bien
abiertos al misterio de la luz, poesía que aguarda la palabra que nos nombra
indicando la vereda iluminada, poesía del éxtasis haciendo y deshaciendo, de la
nada íntima que se abre al más allá y su honda noche, poesía del fuego
abrasando las entrañas, poesía como pasaje de frescura en el atanor del
misterio, poesía de conjuros en el agua iluminada: la llamada que nos dice; poesía
anhelante que clama la intimidad con lo divino, poesía de la dama que nos dice
el ser vibrante abierto al infinito, poesía de la herida nutriendo como pan
celeste; la herida como condición al silencio más sonoro. Desgarro y luz.
Redención en el amor que al fin crece en sus quilates…
El “limite extasiado que rompe la coraza”[35].
La poesía narrando la gracia que se brinda en la fractura más íntima; “la
gracia de estar ebrio”[36],
la embriaguez como gracia, “la embriaguez divina/ uniendo y separando el
oleaje/ del saber que la gracia nos dona sin medida”[37].
Tal será el acercamiento que haga el poeta a la idea de gracia, la gracia como
vida desbordándose al fin fluyente, como salud recobrada “alimento bendito del
alma como herida/ visión intempestiva del corazón sanado”[38];
“al fin la gracia/me dona sus raíces/ para hacer de estas lágrimas de fuego/
una totalidad de amor como camino”[39]
La alusión a la salud no será una cuestión menor ya
que en la gracia el alma recuperaría la plenitud espiritual y cognoscente que
le es connatural, “este mente encendida/por el amor divino”[40].
La gracia como lo divino irrumpiendo, como la ausencia iluminada, como lo
infinito derramado, como el útero divino abriendo sus rincones. Para Abdennur
la cuestión de la gracia es inseparable del despertar del alma del hombre
inhabitado por lo divino y animando sus pasos hacia el encuentro, la gracia
como “orientadora de los pasos de cristal/hacia la misma fuente/ genésica y
triunfal de la belleza”[41],
la luz del Misterio divino irrumpiendo, la gracia como gran alegría, la gracia
como ese hecho extraordinario que dijera Morente en la vida misma iluminando el
aquí y el ahora, la gracia como perfección de la fe en el abrazo de Dios. La
gracia en la coherencia del hombre con su alma.
[1] Abdennur
Prado. La visión de los acantiladados. Mandala ediciones, pg. 27
[2] Es una pena que en romance no
dispongamos del participio activo o de presente del verbo ser para indicar la
dinamicidad procesual de la cuestión del ser ajena a todo estatismo y a toda
abstracción excesiva; algo que pareciera introducir la remisión al infinitivo
del verbo ser. Efectivamente, la pregunta por el ser en el ámbito del
pensamiento griego no fue formulada en infinitivo lo que sirve diversos
problemas de comprensión de algo filosóficamente decisivo.
[3] Abdennur
Prado. La visión de los acantliados. Mandala ediciones, pg 16.
[4] Ibid, pg. 25
[5] Ibid,
pg. 20.
[6] Abdennur
Prado La visión de los acantilados, Ed. Mandala, pg. 106
[7] Ibid, pg
157.
[8] Ibid,
pg. 180
[9] Ibid, pg 28.
[10] Ibid,
pg 183.
[11] La beat generation, Los beats, los dañados, los golpeados,
literalmente los mordidos… Para desde esa mordedura ser conscientes de que en
las antiguas veredas del espíritu está la salida del laberinto. Bien lejos de
toda tentación new age de lo que se
trataría es de renombrar.
[12] Ibid, pg 13
[13] Ibid, pg. 95
[14] Ibid, pg. 160
[15] Ibid, pg 34
[16] Ibid, pg 36
[17] Ibid, pg. 35.
[18] Ibid, pg 36.
[19] Ibid, pg 46
[20] Ibid, pg 44.
[21] Ibid, pg 17.
[22] Ibid, pg 47
[23] Ibid, pg 53
[24] Ibid, pg. 56
[25] Ibid, pg 18-19
[26] Ibid, pg 82.
[27] Ibid, pg.80.
[28] Ibid, pg. 55
[29] Ibd, pg 175.
[30] Ibid, pag 76.
[31] Ibid, pg 36
[32] Ibid, pg. 32
[33] Ibid, pg 13.
[34] Ibid, pg.27
[35] Ibid, pg 103.
[36] Ibid, pg. 77
[37] Ibid, pg 69
[38] Ibid, pg. 68.
[39] Ibid, pg 66
[40] Ibid, pg 80.
[41] Ibid, pg 61
No hay comentarios:
Publicar un comentario