Con esta segunda parte de la entrada termino la investigación que he llevado a cabo sobre la figura de Antonin Artaud. Su origen son las jornadas que convocó el Centro de Estudios Espirituales en Arenas de San Pedro hace unos meses en las que di una charla sobre Artaud y la téurgia. Toda una expedición enriquecedora...
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La crueldad y su
escena. Violentar el yo y la conciencia de lo humano demasiado humano,
resquebrajar su todopoderoso mundo, desconcertarlo, romper sus asideros, sacar
al yo moderno de sus tramas imaginarias y sus asignaciones de significado tan
ajenas al cuerpo y a la capacidad de vida, sacarle de su intensa ignorancia
respecto de las cuestiones del espíritu, promover desde el teatro una crisis
que facilite una toma de conciencia transformadora. El primer paso será empujar
para abrir el vientre al dolor y la confusión. El primer paso de toda alquimia
transformadora…
Efectivamente, más allá del
estruendo y el vanguardismo artaudiano, no nos alejamos mucho del modelo
clásico de la tragedia iniciática helena que glosara Aristóteles… Ya he
indicado que para los griegos ir a ver una tragedia no era lo que para nosotros
ir al teatro. La tragedia como gran escena de lo humano nos dirán los griegos;
el teatro de la crueldad nos dirá este marsellés mediterráneo y maldito. La
aspereza de la vida como aduana de necesaria paso... ¿Por qué Dios o los Dioses
nos abisman a la experiencia del dolor?. La relevancia de la
crueldad y del dolor en la cosmogénesis y también en el retorno a lo divino del
hombre… ¿Estamos ante una ontología dolorida al menos en sus primeros
compases?. ¿Una ontología valiente por mentar nítidamente las asperezas del
llegar a ser?. En palabras del marsellés “cuando el dios escondido crea obedece
a la necesidad cruel de la creación que él mismo se ha impuesto, y no puede
dejar de crear (sigue diciendo Artaud) y de admitir en el centro del torbellino
voluntario del bien un núcleo de mal cada vez más reducido y consumido”[1].
Para ponderar ese núcleo de mal da
igual que el alumbramiento del cosmos responda a un amor que ampara el llegar a
ser de los seres, da igual que todo se vea finalmente justificado y abrazado
por el haz de sentido inherente a lo divino. Ese amor no evita el tremendo
acontecimiento que supone la retirada de la plenitud divina para que los seres
en su diversidad -y también en sus roces- sean. Ante el dolor estamos ante una
derivada necesaria en la manifestación de la potencia creadora de lo Uno, una
derivada inherente a lo creador y que acaso indique que desde lo divino y, en
algún sentido, la creación, originariamente, place pero también duele… Estamos
pues inmersos, según este marsellés, en lo que sería la economía de la
cosmogénesis. La unicidad parece resquebrajarse en el emerger de la
multiplicidad y un desconcierto no exento de caos se entrelaza al acto creador
mismo. ¿Podríamos imaginar un cosmos y un estado del ser más benigno?. Desde
luego y acaso exista. Ahora bien nuestro umbral de mundo es como es y de no
quedar asumidas las dosis de dolor existente sencillamente no sería. En la
misma línea nos dirá Artaud “abandonando a su reposo y distendiéndose hasta
alcanzar el ser Brahma sufre con un sufrimiento que tal vez produce armónicos
de alegría pero que en el extremo último de la curva solo puede expresarse
mediante una espantosa trituración”[2]. Ese extremo último no sería sino lo
dolorido del mundo.
Sobre esta
importante cuestión me viene a la mente ese mito órfico de Dioniosos soñándose
como niño que juega asomándose a un espejo. Tras mirarse en el espejo sus
facciones se desmembran y se van alejando unas de otras. Ya separadas
terminaran constituyendo la multiplicidad de todo lo real, la totalidad de los
seres que son… El dios queda alienado en su unidad, al menos aparentemente; se
ve desmembrado y escindido. El desmembramiento de Dionisos, el dios que muere y
resucita alumbrando el mundo y siendo su logos oculto... El
juego de los contrarios inicia su melodía a veces tan áspera, lo múltiple roza
y chirria entre sí, el dolor irrumpe; sincrónicamente el eros y
el logos permanecen en tanto grandes misterios que parecen
sugerir la sabiduría de lo divino como ese horizonte de retorno a lo real que
restaura una unidad aparentemente perdida…
Muchos relatos y saberes
tradicionales han indicado este universo paradójico y tremendo, bello y recio,
desde una determinada pluralidad de lenguajes y figuras. El Uno-Todo, en su
armonía universal y belleza, encuentra su kenosis, su
alienación y desmembramiento, en la manifestación del cosmos; del Uno a los
muchos, del Uno-todo y la pura-potencia-que-no-es a las series de las formas
que son… El Dios que muere y aparentemente, acaso en alguno de sus registros y
estados, sufre como cualquiera otro. El dolor como algo inherente al acto
creador por suponer, aunque sea en apariencia, la separación entre lo divino y
las criaturas. La apariencia irrumpiendo con fuerza para que la multiplicidad
sea.
(4)
Paralelamente el hombre encontrará
su desgarro más íntimo en el anhelo de retorno a un estado que parece habernos
arrojado de su matriz. Verse arrojado y arraigar en un anhelo de transcendencia
que hace sentir el mundo desde una trama de melancólico exilio; un anhelo de
unidad perdida, de recomponer los fragmentos y escisiones dejando de lado, por
pura saturación, lo humano demasiado. De ahí la famosa cita de Artaud “Lo
advierta o no, consciente o inconscientemente, lo que el público busca
fundamentalmente en el amor, el crimen, las drogas, la insurrección, la guerra
es el estado poético, un estado transcendente de vida”. Salir de sí, romper la
convención de lo ordinario, lo cotidiano, lo profano, dejar de lado todo lo que
pensamos ser y todo lo que adorábamos, saber que no somos sino pura
evanescencia melancólica en un mundo que se nos presenta cuarteado por
escenarios de dualidad y desgarro… A esa encrucijada, en el que las máscaras
caen y todo lo que creíamos ser se queda en el camino, nos conducirá ese anhelo
de transcendencia; a veces dolorosamente.
Hacia tal pasaje, precisamente,
querrá llevar Artaud al espectador de su teatro. Instalado en tal fractura el
hombre puede tantear su ser finito reconociendo su propio drama. Solo ahí
quedará servida la posibilidad de catarsis y regeneración que plantea el teatro
de la crueldad. De catarsis y de una iniciación entendida como retorno a lo Uno
para quedar el hombre asimilado a la propia Unidad. Tal retorno tendrá su
propio misterio, que no será sino el hombre llegando a ser alcanzando su propia
forma. Paradojicamente, el aquilatamiento de la propia forma, le abrirá al
hombre a un anhelo intenso de transcendencia. Ser lo que se es para verse
asimilado a un océano sin forma. El dolor como aduana que proclama la escisión
y fractura de lo humano demasiado humano.
De la propia forma al Uno-todo que
nos agarra por los pelos exigiendo kenosis, silencio, totalidad y
olvido de sí. La noche oscura y el desgarro de lo humano a partir de sus
propios límites en ese anhelo de transcendencia, El teatro de la crueldad, lo
sagrado irrumpiendo y manifestando esa esfera de transcendencia en el abandono exigido
por la voz silenciosa que alcanza desde más allá del telón. La esfera de los
deseos dejando paso a la receptividad y capacidad de asimilar la necesidad, es
decir, todo lo que nos venga dado en tanto emblema de lo Uno. El eros volcado
en el Todo a través de la aceptación del acontecer y de lo dado. El eros dejando
de lado el escenario de los deseos mundanos, con toda la insatisfacción y el
dolor que nos inducen. La trama de los deseos como ese susbsuelo del que brota
una frustración e insatisfacción perenne que arruga el alma sin soltarnos. El
dolor y la frustración amasando el alma y acaso descubriendo algún día el poder
de la receptividad para sencillamente asumir “lo que hay” y lo que nos venga
dado. Los desgarros que se pudieran producir en tal tránsito, la desolación del
hombre escindido por la dualidad y el anhelo de Unidad de todo lo real como
medicina del alma, En tal sentido nos hablará Artaud de la crueldad… Estamos,
efectivamente, ante un tránsito con no pocas dosis de aspereza hasta el punto
de quedar incorporado el dolor en la vida y su sentido. Dejar de lado el poder
sobre el alma de ese dolor más allá de la catarsis del alma. Asumir esa
necesidad y ser capaz de decir si, si a lo dado, como vía de apertura a lo
sagrado será el giro[3] que se nos exija.
El teatro de la crueldad y su
escena indagando en esa crueldad y esa dureza. El drama cósmico como una
colosal escena en la que “un torbellino de vida que devora las tinieblas en el
sentido de ese dolor de ineludible necesidad fuera del cual no puede continuar
la vida”[4]. Como podemos observar Artaud ve en el
dolor y la insatisfacción una determinada función cosmogónica. El dolor
facilitando el parto de la vida potente tanto a nivel personal como en un nivel
cosmológico. Pareciera que a través del dolor se cobrara conciencia de que
estamos en una caverna y que el paraíso, lo real, queda más allá.
La disposición hacia el dolor y la
capacidad para no retirar la mano llevará a Artaud a apuntar un modo singular
de entender la moral y la pureza a la que se debe de apuntar. En sus propias
palabras “una especie de severa pureza moral que no teme pagar a la vida el
esfuerzo que exige”. Una pureza moral que plantea asumir el acontecer de la
vida tal cual se nos presenta –lo necesario, la necesidad, lo dado- en lo que
sería el esfuerzo del alma en el acercamiento y retorno a lo divino. Estamos
pues ante una perspectiva moral que no se centra en normatividad alguna. Más
bien se trata de exigirnos lo que debemos a la vida que no será sino aceptarla
tal y como realmente es estando a su altura... La dureza
de la vida como precio que debe ser virilmente aceptado en aras de la redención
y de la unidad con el Uno-todo. La asunción de “lo que hay” abriendo a la
realidad de lo divino.
(5)
El teatro de la crueldad poniendo a
la vista la decisiva cuestión del dolor como pasaje necesario. Artaud generando
conscientemente desconcierto en las conciencias para designar su proyecto de
teatro alquímico. Se trata de violentar el imperio del pequeño yo en su tarea
de ir enhebrando su mundo mínimo a través de imaginario, figuraciones y
determinadas asignaciones de valor. El teatro de la crueldad se asienta en este
ejercicio deliberado de violencia pero en realidad es la vida misma la que nos
violenta día a día y paso a paso. El teatro de la crueldad amparándose en la
vida y sus meandros… Toda disposición, teoría o idea preconcebida se verá
expuesta a la maza, esa maza que reprochaban a Sócrates portar a la
hora de ejercitar su crítica. Hasta las ideas más lustrosas deben ser sometidas
a crítica si es que se anhela algún género de reconstrucción al abrigo de una
visión renovada. Esta es la destrucción que promueve el marsellés maldito
apelando a la crueldad. Nada debe quedar sin violentar ni remover. Nada, nada,
nada que diría San Juan de la Cruz para así arraigar en la Nada y la absoluta
transcendencia que todo lo alumbra. La alquimia de la vida se da en la vida
misma y no en ídolo alguno en el que descansar cómodamente. Demoler todos los
ídolos hasta que la Nada aflore. ¿Hasta donde alcanza la potencia de la Nada?
Artaud hablando del dolor. Artaud hablando de sí y de nos.
Hablamos de Artaud pero nadie
escapa a la parca y al pasaje de la confusión y la quiebra ni a la Nada
emergiendo; por mucha estabilidad que alguien perciba a su alrededor la parca
se presenta y todo lo resquebraja. Estamos ante un pasaje del alma que es universal
a todo hombre, un pasaje en el que se resuelven asuntos decisivos. No deberá
extrañarnos pues que el teatro de la crueldad encuentre en la sacudida del yo
ordinario e, incluso, en cierta violencia escénica uno de sus tránsitos. En
realidad, estamos –ya lo indiqué- ante el proceder de la propia vida al
encuentro del alma del hombre. El marsellés nos dirá: “Sin un elemento de
crueldad en la base de todo espectáculo no es posible el teatro. En nuestro
presente estado de degeneración solo por la piel puede entrarnos otra vez la
metafísica en el espíritu”[5]. Artaud entenderá la escena desbordando y
desconcertando, envolviéndolo al espectador desde la iluminación, desde el
sonido, desde lo sorprendente, desde la gesticulación y la mímica, desde un
nuevo lenguaje que el teatro debe elaborar dejando atrás la inflación de lo
textual y la palabra. Por eso colocará al espectador en el centro de la sala
quedando al albur de la escena desatada. Como podemos observar estamos muy
lejos de la típica escena teatral en la que el asistente a la función analiza y
degusta la trama escénica a modo de juez o crítico. La escena que imagina
Antonin Artaud debe avasallar y desbaratar abordando la cuestión del dolor y la
honda insatisfacción en la que la vida del hombre se desenvuelve. El dolor;
acaso no lo originario pero si lo más inmediato.
Artaud en el primer y segundo
manifiesto del teatro de la crueldad expondrá las bases y como desplegar su
teatro, algo que completa a través de varias cartas y escritos aparentemente
menores. Creo que se comprenderán las razones por las que designa a su teatro
como el teatro de la crueldad. El marsellés juega también con la confrontación,
el desafío y la provocación que supone llamar así a un teatro al que vincula
expresamente con la alquimia y la metafísica. Se hace evidente que persigue una
sacudida que torne consciente el umbral de dolor y malestar que habitamos. El
teatro de la crueldad dando cuenta de la cuestión del dolor en su registro
humano y metafísico.
El dolor, la insatisfacción, el
teatro de la crueldad invocando lo sagrado en tanto escena mistérica que
primero perturba y luego desvela. -la pauta de Eleusis-. El dolor a la base de
la tarea del hombre y, también, como regulador cósmico que permite al mundo
llegar a ser separado de su creador. La crueldad de la separación de lo divino,
del hombre separado de lo divino.Da igual que sea una mera apariencia. El dolor
toca y duele. De esta crueldad será de lo que nos hable Artaud como gran
paisaje de su teatro.
Al convocar todas estas cuestiones
en la misma base de su teatro baja a la sima de nuestro desconcierto. El
marsellés no se refugia en banalidades unitivas o promesas de eternidad
post-mortem. Baja al sótano y reclama el carácter terrible y duro de la divinidad
como intimidad que nos templa. Sus pensares resultan de una virilidad
espiritual casi espartana. Ahí está el dolor y hay que asumir su presencia. La
alusión a la crueldad nada tiene que ver, en sus propias palabras, con “el
vicio”, “el sadismo” o con “perversos apetitos” o “excrecencias enfermizas de
una carne contaminada”, “sino al contrario con un sentimiento desinteresado y
puro, de un verdadero impulso del espíritu basado en la vida misma; y en la
idea de que metafísicamente hablando y en cuanto se admite la extensión, el
espesor, la pesadez y la materia se admite también como consecuencia directa el
mal y todo lo inherente al mal, al espacio, la extensión y la materia. Y todo
esto culmina en la conciencia, y en el tormento, y en la conciencia en el
tormento.” El mal, lo venimos diciendo, sería pues inherente a la separación de
lo divino y a la creación misma. Continua Artaud “y a pesar del
ciego rigor que implican estas contingencias la vida no pude dejar de ejercerse
pues sino, no sería vida; pero ese rigor, esa vida que sigue adelante y se
ejerce en el rigor y el aplastamiento, ese sentimiento implacable y puro
-Leibniz dirá “el ser persevera en el ser”- es precisamente la crueldad. He
dicho pues crueldad como pude decir vida o necesidad.”[6]. Un teatro de
la necesidad y de la vida, de lo que nos viene dado. En lo dado el pasaje por
el dolor y el desgarro es el pasaje por un mundo que se nos impone, nos mide y
prueba. Acaso Ananke sea la gran diosa oculta de este
marsellés sublime y fuera de sí, tanto en su cordura como en su locura. Ananke, la
asunción de la necesidad, la templanza ante el dolor. Expresamente dirá Artaud:
“la crueldad es ante todo sumisión a la necesidad”; lo que expresa un
“determinismo superior”[7] y un plano de transcendencia en el
que lo que nos determina viene a sublimarse y quedar transfigurado. Recordemos
la vida de Artaud y reconozcamos como Ananke, de belleza fría y
rotunda, camina severa a nuestro lado recordándonos que todo nos viene dado y
que nuestra alma arraiga también en lo que nos despoja y fractura; nuestro
carácter mortal, nuestra limitación y fragilidad… La crueldad, la crueldad del
despedazamiento de Dionisos, la de Jesús en la cruz, ambos dando a luz el
mundo… No olvidemos que este Artaud trata de perturbar y mover la silla al yo
empírico, al yo ordinario y corriente en su demanda de comodidad. El teatro de
la crueldad desgranando la crueldad que habitamos y los dolores que,
paradójicamente, nos alumbran.
[1] Antonin
Artaud. El teatro y su doble, pg 117
[2] Antonin
Artaud, El teatro y su doble. pg ,117.
[3] Platón nos habla del giro íntimo que deberá asumir el
alma en su proceso de ascenso a la verdad
[4] Antonin
Artaud. El teatro y su doble, pg, 117
[5] Antonin
Artaud. El teatro y su doble, pg 112.
[6] Antonin Artaud. El teatro y su doble, pg 129
[7] Antonin Arataud. El teatro y su doble, pg 116
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