miércoles, 14 de diciembre de 2022

El teatro alquímico de Antonin Artaud: El dolor, el mal, la crueldad (II)



 


Con esta segunda parte de la entrada termino la investigación que he llevado a cabo sobre la figura de Antonin Artaud. Su origen son las jornadas que convocó el Centro de Estudios Espirituales en Arenas de San Pedro hace unos meses en las que di una charla sobre Artaud y la téurgia. Toda una expedición enriquecedora... 


(3)

La crueldad y su escena. Violentar el yo y la conciencia de lo humano demasiado humano, resquebrajar su todopoderoso mundo, desconcertarlo, romper sus asideros, sacar al yo moderno de sus tramas imaginarias y sus asignaciones de significado tan ajenas al cuerpo y a la capacidad de vida, sacarle de su intensa ignorancia respecto de las cuestiones del espíritu, promover desde el teatro una crisis que facilite una toma de conciencia transformadora. El primer paso será empujar para abrir el vientre al dolor y la confusión. El primer paso de toda alquimia transformadora…

Efectivamente, más allá del estruendo y el vanguardismo artaudiano, no nos alejamos mucho del modelo clásico de la tragedia iniciática helena que glosara Aristóteles… Ya he indicado que para los griegos ir a ver una tragedia no era lo que para nosotros ir al teatro. La tragedia como gran escena de lo humano nos dirán los griegos; el teatro de la crueldad nos dirá este marsellés mediterráneo y maldito. La aspereza de la vida como aduana de necesaria paso... ¿Por qué Dios o los Dioses nos abisman a la   experiencia del dolor?. La relevancia de la crueldad y del dolor en la cosmogénesis y también en el retorno a lo divino del hombre… ¿Estamos ante una ontología dolorida al menos en sus primeros compases?. ¿Una ontología valiente por mentar nítidamente las asperezas del llegar a ser?. En palabras del marsellés “cuando el dios escondido crea obedece a la necesidad cruel de la creación que él mismo se ha impuesto, y no puede dejar de crear (sigue diciendo Artaud) y de admitir en el centro del torbellino voluntario del bien un núcleo de mal cada vez más reducido y consumido”[1].

Para ponderar ese núcleo de mal da igual que el alumbramiento del cosmos responda a un amor que ampara el llegar a ser de los seres, da igual que todo se vea finalmente justificado y abrazado por el haz de sentido inherente a lo divino. Ese amor no evita el tremendo acontecimiento que supone la retirada de la plenitud divina para que los seres en su diversidad -y también en sus roces- sean. Ante el dolor estamos ante una derivada necesaria en la manifestación de la potencia creadora de lo Uno, una derivada inherente a lo creador y que acaso indique que desde lo divino y, en algún sentido, la creación, originariamente, place pero también duele… Estamos pues inmersos, según este marsellés, en lo que sería la economía de la cosmogénesis. La unicidad parece resquebrajarse en el emerger de la multiplicidad y un desconcierto no exento de caos se entrelaza al acto creador mismo. ¿Podríamos imaginar un cosmos y un estado del ser más benigno?. Desde luego y acaso exista. Ahora bien nuestro umbral de mundo es como es y de no quedar asumidas las dosis de dolor existente sencillamente no sería. En la misma línea nos dirá Artaud “abandonando a su reposo y distendiéndose hasta alcanzar el ser Brahma sufre con un sufrimiento que tal vez produce armónicos de alegría pero que en el extremo último de la curva solo puede expresarse mediante una espantosa trituración”[2]. Ese extremo último no sería sino lo dolorido del mundo.

Sobre esta importante cuestión me viene a la mente ese mito órfico de Dioniosos soñándose como niño que juega asomándose a un espejo. Tras mirarse en el espejo sus facciones se desmembran y se van alejando unas de otras. Ya separadas terminaran constituyendo la multiplicidad de todo lo real, la totalidad de los seres que son… El dios queda alienado en su unidad, al menos aparentemente; se ve desmembrado y escindido. El desmembramiento de Dionisos, el dios que muere y resucita alumbrando el mundo y siendo su logos oculto... El juego de los contrarios inicia su melodía a veces tan áspera, lo múltiple roza y chirria entre sí, el dolor irrumpe; sincrónicamente el eros y el logos permanecen en tanto grandes misterios que parecen sugerir la sabiduría de lo divino como ese horizonte de retorno a lo real que restaura una unidad aparentemente perdida…

Muchos relatos y saberes tradicionales han indicado este universo paradójico y tremendo, bello y recio, desde una determinada pluralidad de lenguajes y figuras. El Uno-Todo, en su armonía universal y belleza, encuentra su kenosis, su alienación y desmembramiento, en la manifestación del cosmos; del Uno a los muchos, del Uno-todo y la pura-potencia-que-no-es a las series de las formas que son… El Dios que muere y aparentemente, acaso en alguno de sus registros y estados, sufre como cualquiera otro. El dolor como algo inherente al acto creador por suponer, aunque sea en apariencia, la separación entre lo divino y las criaturas. La apariencia irrumpiendo con fuerza para que la multiplicidad sea.

(4)

 Paralelamente el hombre encontrará su desgarro más íntimo en el anhelo de retorno a un estado que parece habernos arrojado de su matriz. Verse arrojado y arraigar en un anhelo de transcendencia que hace sentir el mundo desde una trama de melancólico exilio; un anhelo de unidad perdida, de recomponer los fragmentos y escisiones dejando de lado, por pura saturación, lo humano demasiado. De ahí la famosa cita de Artaud “Lo advierta o no, consciente o inconscientemente, lo que el público busca fundamentalmente en el amor, el crimen, las drogas, la insurrección, la guerra es el estado poético, un estado transcendente de vida”. Salir de sí, romper la convención de lo ordinario, lo cotidiano, lo profano, dejar de lado todo lo que pensamos ser y todo lo que adorábamos, saber que no somos sino pura evanescencia melancólica en un mundo que se nos presenta cuarteado por escenarios de dualidad y desgarro… A esa encrucijada, en el que las máscaras caen y todo lo que creíamos ser se queda en el camino, nos conducirá ese anhelo de transcendencia; a veces dolorosamente.

Hacia tal pasaje, precisamente, querrá llevar Artaud al espectador de su teatro. Instalado en tal fractura el hombre puede tantear su ser finito reconociendo su propio drama. Solo ahí quedará servida la posibilidad de catarsis y regeneración que plantea el teatro de la crueldad. De catarsis y de una iniciación entendida como retorno a lo Uno para quedar el hombre asimilado a la propia Unidad. Tal retorno tendrá su propio misterio, que no será sino el hombre llegando a ser alcanzando su propia forma. Paradojicamente, el aquilatamiento de la propia forma, le abrirá al hombre a un anhelo intenso de transcendencia. Ser lo que se es para verse asimilado a un océano sin forma. El dolor como aduana que proclama la escisión y fractura de lo humano demasiado humano.

De la propia forma al Uno-todo que nos agarra por los pelos exigiendo kenosis, silencio, totalidad y olvido de sí. La noche oscura y el desgarro de lo humano a partir de sus propios límites en ese anhelo de transcendencia, El teatro de la crueldad, lo sagrado irrumpiendo y manifestando esa esfera de transcendencia en el abandono exigido por la voz silenciosa que alcanza desde más allá del telón. La esfera de los deseos dejando paso a la receptividad y capacidad de asimilar la necesidad, es decir, todo lo que nos venga dado en tanto emblema de lo Uno. El eros volcado en el Todo a través de la aceptación del acontecer y de lo dado. El eros dejando de lado el escenario de los deseos mundanos, con toda la insatisfacción y el dolor que nos inducen. La trama de los deseos como ese susbsuelo del que brota una frustración e insatisfacción perenne que arruga el alma sin soltarnos. El dolor y la frustración amasando el alma y acaso descubriendo algún día el poder de la receptividad para sencillamente asumir “lo que hay” y lo que nos venga dado. Los desgarros que se pudieran producir en tal tránsito, la desolación del hombre escindido por la dualidad y el anhelo de Unidad de todo lo real como medicina del alma, En tal sentido nos hablará Artaud de la crueldad… Estamos, efectivamente, ante un tránsito con no pocas dosis de aspereza hasta el punto de quedar incorporado el dolor en la vida y su sentido. Dejar de lado el poder sobre el alma de ese dolor más allá de la catarsis del alma. Asumir esa necesidad y ser capaz de decir si, si a lo dado, como vía de apertura a lo sagrado será el giro[3] que se nos exija.

El teatro de la crueldad y su escena indagando en esa crueldad y esa dureza. El drama cósmico como una colosal escena en la que “un torbellino de vida que devora las tinieblas en el sentido de ese dolor de ineludible necesidad fuera del cual no puede continuar la vida”[4]. Como podemos observar Artaud ve en el dolor y la insatisfacción una determinada función cosmogónica. El dolor facilitando el parto de la vida potente tanto a nivel personal como en un nivel cosmológico. Pareciera que a través del dolor se cobrara conciencia de que estamos en una caverna y que el paraíso, lo real, queda más allá.

La disposición hacia el dolor y la capacidad para no retirar la mano llevará a Artaud a apuntar un modo singular de entender la moral y la pureza a la que se debe de apuntar. En sus propias palabras “una especie de severa pureza moral que no teme pagar a la vida el esfuerzo que exige”. Una pureza moral que plantea asumir el acontecer de la vida tal cual se nos presenta –lo necesario, la necesidad, lo dado- en lo que sería el esfuerzo del alma en el acercamiento y retorno a lo divino. Estamos pues ante una perspectiva moral que no se centra en normatividad alguna. Más bien se trata de exigirnos lo que debemos a la vida que no será sino aceptarla tal y como realmente es estando a su altura... La dureza de la vida como precio que debe ser virilmente aceptado en aras de la redención y de la unidad con el Uno-todo. La asunción de “lo que hay” abriendo a la realidad de lo divino.

(5)

 El teatro de la crueldad poniendo a la vista la decisiva cuestión del dolor como pasaje necesario. Artaud generando conscientemente desconcierto en las conciencias para designar su proyecto de teatro alquímico. Se trata de violentar el imperio del pequeño yo en su tarea de ir enhebrando su mundo mínimo a través de imaginario, figuraciones y determinadas asignaciones de valor. El teatro de la crueldad se asienta en este ejercicio deliberado de violencia pero en realidad es la vida misma la que nos violenta día a día y paso a paso. El teatro de la crueldad amparándose en la vida y sus meandros… Toda disposición, teoría o idea preconcebida se verá expuesta a la maza, esa maza que reprochaban a Sócrates portar  a la hora de ejercitar su crítica. Hasta las ideas más lustrosas deben ser sometidas a crítica si es que se anhela algún género de reconstrucción al abrigo de una visión renovada. Esta es la destrucción que promueve el marsellés maldito apelando a la crueldad. Nada debe quedar sin violentar ni remover. Nada, nada, nada que diría San Juan de la Cruz para así arraigar en la Nada y la absoluta transcendencia que todo lo alumbra. La alquimia de la vida se da en la vida misma y no en ídolo alguno en el que descansar cómodamente. Demoler todos los ídolos hasta que la Nada aflore. ¿Hasta donde alcanza la potencia de la Nada? Artaud hablando del dolor. Artaud hablando de sí y de nos.

Hablamos de Artaud pero nadie escapa a la parca y al pasaje de la confusión y la quiebra ni a la Nada emergiendo; por mucha estabilidad que alguien perciba a su alrededor la parca se presenta y todo lo resquebraja. Estamos ante un pasaje del alma que es universal a todo hombre, un pasaje en el que se resuelven asuntos decisivos. No deberá extrañarnos pues que el teatro de la crueldad encuentre en la sacudida del yo ordinario e, incluso, en cierta violencia escénica uno de sus tránsitos. En realidad, estamos –ya lo indiqué- ante el proceder de la propia vida al encuentro del alma del hombre. El marsellés nos dirá: “Sin un elemento de crueldad en la base de todo espectáculo no es posible el teatro. En nuestro presente estado de degeneración solo por la piel puede entrarnos otra vez la metafísica en el espíritu”[5]. Artaud entenderá la escena desbordando y desconcertando, envolviéndolo al espectador desde la iluminación, desde el sonido, desde lo sorprendente, desde la gesticulación y la mímica, desde un nuevo lenguaje que el teatro debe elaborar dejando atrás la inflación de lo textual y la palabra. Por eso colocará al espectador en el centro de la sala quedando al albur de la escena desatada. Como podemos observar estamos muy lejos de la típica escena teatral en la que el asistente a la función analiza y degusta la trama escénica a modo de juez o crítico. La escena que imagina Antonin Artaud debe avasallar y desbaratar abordando la cuestión del dolor y la honda insatisfacción en la que la vida del hombre se desenvuelve. El dolor; acaso no lo originario pero si lo más inmediato.

Artaud en el primer y segundo manifiesto del teatro de la crueldad expondrá las bases y como desplegar su teatro, algo que completa a través de varias cartas y escritos aparentemente menores. Creo que se comprenderán las razones por las que designa a su teatro como el teatro de la crueldad. El marsellés juega también con la confrontación, el desafío y la provocación que supone llamar así a un teatro al que vincula expresamente con la alquimia y la metafísica. Se hace evidente que persigue una sacudida que torne consciente el umbral de dolor y malestar que habitamos. El teatro de la crueldad dando cuenta de la cuestión del dolor en su registro humano y metafísico.

El dolor, la insatisfacción, el teatro de la crueldad invocando lo sagrado en tanto escena mistérica que primero perturba y luego desvela. -la pauta de Eleusis-. El dolor a la base de la tarea del hombre y, también, como regulador cósmico que permite al mundo llegar a ser separado de su creador. La crueldad de la separación de lo divino, del hombre separado de lo divino.Da igual que sea una mera apariencia. El dolor toca y duele. De esta crueldad será de lo que nos hable Artaud como gran paisaje de su teatro.

Al convocar todas estas cuestiones en la misma base de su teatro baja a la sima de nuestro desconcierto. El marsellés no se refugia en banalidades unitivas o promesas de eternidad post-mortem. Baja al sótano y reclama el carácter terrible y duro de la divinidad como intimidad que nos templa. Sus pensares resultan de una virilidad espiritual casi espartana. Ahí está el dolor y hay que asumir su presencia. La alusión a la crueldad nada tiene que ver, en sus propias palabras, con “el vicio”, “el sadismo” o con “perversos apetitos” o “excrecencias enfermizas de una carne contaminada”, “sino al contrario con un sentimiento desinteresado y puro, de un verdadero impulso del espíritu basado en la vida misma; y en la idea de que metafísicamente hablando y en cuanto se admite la extensión, el espesor, la pesadez y la materia se admite también como consecuencia directa el mal y todo lo inherente al mal, al espacio, la extensión y la materia. Y todo esto culmina en la conciencia, y en el tormento, y en la conciencia en el tormento.” El mal, lo venimos diciendo, sería pues inherente a la separación de lo divino y a la creación misma.  Continua Artaud “y a pesar del ciego rigor que implican estas contingencias la vida no pude dejar de ejercerse pues sino, no sería vida; pero ese rigor, esa vida que sigue adelante y se ejerce en el rigor y el aplastamiento, ese sentimiento implacable y puro -Leibniz dirá “el ser persevera en el ser”- es precisamente la crueldad. He dicho pues crueldad como pude decir vida o necesidad.”[6]. Un teatro de la necesidad y de la vida, de lo que nos viene dado. En lo dado el pasaje por el dolor y el desgarro es el pasaje por un mundo que se nos impone, nos mide y prueba. Acaso Ananke sea la gran diosa oculta de este marsellés sublime y fuera de sí, tanto en su cordura como en su locura. Ananke, la asunción de la necesidad, la templanza ante el dolor. Expresamente dirá Artaud: “la crueldad es ante todo sumisión a la necesidad”; lo que expresa un “determinismo superior”[7] y un plano de transcendencia en el que lo que nos determina viene a sublimarse y quedar transfigurado. Recordemos la vida de Artaud y reconozcamos como Ananke, de belleza fría y rotunda, camina severa a nuestro lado recordándonos que todo nos viene dado y que nuestra alma arraiga también en lo que nos despoja y fractura; nuestro carácter mortal, nuestra limitación y fragilidad… La crueldad, la crueldad del despedazamiento de Dionisos, la de Jesús en la cruz, ambos dando a luz el mundo… No olvidemos que este Artaud trata de perturbar y mover la silla al yo empírico, al yo ordinario y corriente en su demanda de comodidad. El teatro de la crueldad desgranando la crueldad que habitamos y los dolores que, paradójicamente, nos alumbran.



[1] Antonin Artaud. El teatro y su doble, pg 117

[2] Antonin Artaud, El teatro y su doble. pg ,117.

[3] Platón nos habla del giro íntimo que deberá asumir el alma en su proceso de ascenso a la verdad

[4] Antonin Artaud. El teatro y su doble, pg, 117

[5] Antonin Artaud. El teatro y su doble, pg 112.

[6] Antonin Artaud. El teatro y su doble, pg 129

[7] Antonin Arataud. El teatro y su doble, pg 116

No hay comentarios:

Publicar un comentario