Centraré mi acercamiento en su pretensión de repensar y reimaginar el teatro en clave mistérica con la intención de transformar el estar del hombre mediante el afinamiento del estado de su alma. Este marsellés de veleidades surrealistas y anarquistas, iconoclasta y destructor, trata de construir vida humana más atinada desde su propuesta para la escena teatral. Un nuevo lenguaje teatral y la conciencia de las vecindades del teatro con la teúrgia o magia pneumática estarán a la base de su proyecto escénico. Paradójicamente nos dirá este explorador del lenguaje: "Anhelar un silencio en el que podamos escuchar la vida"(1). Un silencio que escuche la vida y sea capaz de vida. Un silencio en el que la vida encuentre su nombre y figura. De las viejas veredas del espíritu hablamos y de la urgencia de formularlas en tiempos de crepúsculo.
Artaud ese católico fervoroso, ese ateo que abomina del catolicismo con violencia, Artaud enamorado de las tradiciones de la physis, de la mentalidad antigua y de sus mitos. Artaud ese secularizado salvaje que rechaza la Iglesia y reivindica la metafísica, Artaud hartándose de ostias (en sus propias palabras) mientras escribe en Rodez El rito del peyote, Artaud hasta arriba de morfina desintoxicándose a las bravas y yéndose con los tarahumara para quedar deslumbrando con la que llamará la tierra de los signos. Artaud desafiado por su psique y por una neurosífilis enloquecedora, por la agresiva meningitis que padeció de niño dejándole secuelas diversas en su temple, Artaud apelando a Guenon y a la metafísica para ser finalmente vindicado por la cultura postmoderna completamente antimetafísica. Artaud príncipe y pope de las vanguardias. Artaud secularizado pero reaccionario abominando de la modernidad. Artaud el destructor, anarquista y surrealista. Artaud dejándose ser como católico y viviendo como católico su experiencia con el peyote. Artaud abjurando de su vivencia católica del peyote elaborando, finalmente, una versión descristianizada de la misma. Artaud acribillado a electroshocks en los psiquiátricos durante años… Artaud ese malhablado que escribe poesía y la satura de vulgaridades. El Artaud esquizofrénico destrenzando y delirante con el dolor y la dureza abrazándole desde la infancia. Artaud imaginando su renovación del teatro como solo un teurgo podría hacerlo. Artaud acercándose a la Grecia de los rituales mistéricos y al teatro trágico en clave iniciática. Artaud, en clave de reconstrucción, imaginando un teatro mistérico que promoviera la apertura espiritual de las gentes: El teatro de la crueldad lo llamará. Artaud el gran provocador atemorizando al ciudadano medio. Artaud muriendo de cáncer tras ser machacado por la psiquiatría de su tiempo. El Artaud incendiado y cegado por su propio destino. El Artaud más sublime agarrándose a la necesidad, apelando a Anenke, la diosa; la clave está en Anenke, en ser capaz de sobrellevar lo que se nos envía. A Anenke hay que mirarla a los ojos. La aduana de necesario paso que nos desgarra y mide. Artaud abriéndose dolorido a su propio dolor. Artaud escribiendo textos sublimes durante su estancia en los psiquiátricos en sus fases de mejoría; en manos de los dioses estamos. El Artaud trágico, nacido en la helena Marsella, viviendo su propia tragedia. ¿Quién era Antonin Artaud?.
¿Acaso un genio ingenuo y limpio en su dolor que
imagino la posibilidad de devolver a la sociedad la memoria del espíritu a
través del teatro?. Un hombre incapaz de soportar el trasiego de la sociedad
actual con el poder y la explotación; de ahí su carácter indómito. Devolvamos
al teatro sus ecos rituales y su intimidad con la magia ceremonial nos dirá expresamente… ¿Acaso
no era eso el teatro mistérico griego?. Artaud va muy lejos en su apuesta y sin tapujos
nos dirá que en relación al teatro de lo que se trata es de “reencontrar el
significado religioso y místico que nuestro teatro ha perdido”
(2)
Nos dice Artaud. “Lo importante es poner la sensibilidad,
por medios ciertos, en un estado de percepción más fina y profunda y tal es el
objeto de la magia y de los ritos de los que el teatro es solo un reflejo”.
La cita creo que nos muestra la trama que relacionaría
a Antonin Artaud con lo ritual y la tradición teúrgica, en realidad con una
posibilidad teúrgica que se anhela para el teatro y que devolvería al mismo,
según Artaud, su propio horizonte de sentido. Resulta interesante analizar esta
cita ya que nos muestra casi todo sobre esa relación -la de Artaud con la
teurgia- al tiempo de servir implícitamente una manera de reconocer y entender
la salud del alma. Algo, por lo demás, decisivo para reconocer cualquier
práctica teúrgica. Detengámonos en lo teúrgico como clave básica que nos ubica.
No olvidemos que si algo persigue la teúrgia, a través de la celebración de una
práctica ritual, es promover la reordenación y la salud integral del alma en un
estado de apertura hacia el horizonte de la divinidad. En esa vía abierta hacia
la salud del alma se trataría de profundizar en la integración de la vida del
alma y en los estados del ser, crecientemente unitarios, que va desvelando esa
integración. Estamos pues ante un proceso de refinamiento cognoscitivo que terminaría
por servir (1) la copertenencia de lo interno y lo externo en el alma del
hombre, (2) la interdependencia entre los estados del alma y los estados del
ser que somos capaces de percibir y conocer y, finalmente, (3) la consideración
del hombre como un microcosmos que, en potencia, acoge en la tesela humana y su
conciencia la unidad de todo lo real y la copertenencia de los contrarios. Y es
que sin la perspectiva de la Unidad y sin copertenencia de contrarios no puede
haber perspectiva de lo divino alguna ni, por tanto, teúrgia alguna. Insisto,
sin ese refinamiento cognoscitivo del alma hacia estados crecientemente
unitivos que desvelen tanto la plenitud del hombre como la plenitud del mundo
que se conoce no podríamos hablar de teúrgia. De ahí el acierto de Artaud de ubicar
en el refinamiento cognoscitivo el horizonte iniciático de su teatro alquímico.
Tal refinamiento cognoscitivo será glosado de un modo preciso apelando al afinamiento
de los sentidos en la irrupción de un cambio cualitativo en la percepción y el
conocer. De cara a su proyecto de renovación del teatro la posibilidad de tal
cambio cualitativo dependería de rememorar y reactualizar el vínculo que, en su
origen, emparentaba el teatro con las prácticas rituales.
En la apelación a los sentidos se entenderá la
importancia que Artaud da al cuerpo, ese cuerpo cuyo significado vendría dado a
partir de la intensidad perceptiva que pueda acoger al quedar abierto a la tarea
del alma. Artaud llegará a acuñar la expresión “cuerpo sin órganos” para aludir
a esa primacía de lo cognoscitivo a la hora de entender el cuerpo. Atender a un
cuerpo sin órganos, entender el cuerpo al margen de su fisiología que pasaría a
ser algo secundario, atender a la irrupción de la vida encendida en el cuerpo y
en el entendimiento, en un alma que se abre a la vida refinando y llevando a su
culminación la compleja trama del cuerpo animado, es decir, del alma en el
cuerpo… De este modo el conocimiento sensible encontraría su cenit en esa
visión en la que se derrama generoso el espíritu en lo fenoménico, animando la
potencia espiritual de la percepción y del conocer humano. La plenitud de la
vida y la plenitud del cuerpo enlazadas desde una cualidad renovada de la
percepción.
Y es que lo decisivo para Artaud del cuerpo, y
en una perspectiva muy platonizante -cfr. Fedro-, será la tarea de ordenación
que debe realizar el alma en su pasaje, a veces rudo, por la materia. Tal
tarea, que para Artaud revelará una notable confusión, se resolverá en la
apoteosis de la transparencia metafísica de los fenómenos. Ese “instante
supremo”, en palabras de Artaud en el que el mal “será reducido”. Hasta ese
instante supremo, para Artaud, la cuestión del mal, del dolor y de su rudeza
confrontará toda alma. De ahí que este marsellés nos sugiera que el dolor es lo
dado y la vida en el espíritu el esfuerzo, el esfuerzo de llegar a ser a pesar
del ocultamiento de lo divino y sobreponiéndose al mal. Para el
alma, según Artaud, el mal sería pues no lo originario pero si lo inicial, el
humus en el que abre los ojos el alma. Artaud llega a referirse al mal como la ley
permanente sobre la que se eleva el esfuerzo del alma en su anhelo de retorno a
lo divino. Consideremos
que sin cierta retirada de lo divino no habría creación ni multiplicidad
alguna. Todo sería Uno sin fisuras. De ahí que el mal nos aborde desde la
esfera de la necesidad, es algo de necesario emerger y, en última instancia, a
superar.
He indicado la rudeza que advierte Artaud en la
tarea del alma y, en general, en la vida. No se trata de hablar mal de la
materia gratuitamente más bien se trata de dejar constancia de la dureza que
supone la separación y el ocultamiento de lo divino para que el mundo sea, al
menos en la distancia más extrema del arco. Paradoja de las paradojas. Por lo
demás Artaud, por el perfil de su biografía, -ya lo he indicado- vivirá esa
rudeza de un modo especialmente agónico y doloroso por lo que será muy
consciente de la relevancia del pasaje por el dolor.
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