miércoles, 31 de julio de 2019

Daniel en el pórtico: Los locos borrachos de Diotima


Daniel. Catedral de Santiago. Pórtico. La figura de Daniel en el pórtico de la gloria acaso sea una de las más enigmáticas y ricas del arte románico. Su encendida viveza contrasta con el hieratismo al que tiende la estatuaria románica. Daniel es algo más que un hombre encantado, aunque acaso solo sea alguien que recuperó su condición natural y su capacidad de mirada. En la sinfonía celeste del pórtico es la figura más humana, más viva, más en el mundo, la más mundana y cercana. Su rostro no desconoce la emoción aunque ésta se decanta hacia el entusiasmo del que encontró lo más sagrado, aquí y ahora, anticipando el ascenso celeste que tantos anhelan, anticipando algo que, en principio, dicen, queda del lado del más allá. Por ello Daniel no pierde pie en la tierra ni queda investido del hieratismo propio de lo celeste; perteneciendo a los cielos queda jovialmente arraigado a lo terrenal. En Daniel, es certeza de vida iluminada lo que para unos pocos es pistis[1] y, para algunos menos, esperanza de lo que se intuye y se olvida. Daniel es el gozo divino que se abre a la vida de los hombres en su propio cuerpo y fragilidad. La eternidad dándose en el aquí y en el ahora, entre cuerpos y pucheros, derrochando salud y plenitud de vida. Un ser puro ajeno a toda caverna mental dejándose sentir simplemente siendo, escucha simple del brindarse de la vida. Un alma abierta a un fuego interior que todo lo incendia y todo lo vence. El hombre más simple de los que han sido festejando el sencillo brindarse de los seres que son y hallando un paraíso recio. Sabe de la contracción pero la pesantez no lo alcanza. Sabe de la vejez y de la muerte pero las contempla acogidas al ir y venir de la vida y su Misterio. En la vida de Daniel se desborda el ser del hombre en una enigmática jarana que deja tras de sí los maldecidos asuntos humanos. El copero le ha entregado su cáliz y ha bebido hasta el fondo. Ningún hombre como él sabe del alcance de la coacción del tiempo y del dolor operando en el alma. De no saber de tales asuntos no figuraría en la sinfonía del pantocrator crucificado ofrecido en sacrificio inagural. A partir de de tales parajes Daniel ha alcanzado el claro en el bosque, una atalaya olímpica de templanza. De no ser así ni sería celeste ni seguiría siendo hombre. A alguien como él podría dirigirse lo dicho por Platón de que seguiría como a un dios a los capaces de aunar lo Uno y lo múltiple.

En el pórtico Daniel, como el resto de figuras, queda instalado en el orden musical y geométrico acogido a la figura del pantocrátor. Su figura aparece en una de las columnas a partir de las cuales se erige el orden celeste conectado al terrestre. En el pórtico incluso los infiernos están presentes sirviendo de basamento a una totalidad perfecta. Una perfecta armonía matemática que paradójicamente encuentra a su base la kenosis[2] del crucificado. De hecho el pantocrátor nos muestra sus heridas; su expresión, más allá de toda dualidad y escisión, es de un hieratismo extremo...

Los lugareños de Compostela, con toda su retranca y picaresca, señalan como la mirada de Daniel se dirige a una figura femenina que le queda enfrente. Una figura de mujer, una imagen de belleza que le podría estar arrebatando el alma… Podría no faltarles razón. La pertenencia de Daniel al mundo celeste lo ubica en todos los peldaños de la escala de Diotima por haberla ya transitado en su totalidad. Ama libremente sin mácula alguna en su amor. Daniel está instalado en la verdad viva que, cuerpo a cuerpo, se brinda en la tierra; en el ser que gratuitamente se ofrece a los hombres como donación y ofrenda. Sabe de la belleza de cuerpos, paisajes y criaturas, y su religión es esa misma belleza derramándose en las discretas veredas que recorren los ebrios que ven. En su alma el eros queda abierto a todos los registros. Conoce el secreto de los secretos que acaso sea lo más inmediato.  Necesariamente sabe del gran silencio y del temple que ampara el chapoteo feliz de los borrachos. Su alma ha encontrado su figura propia en la receptividad y la templanza para ahí descubrir su forma y su silencio en la atención simple a los seres que son; se trata de abrir el alma a su presencia, de simplemente contemplar, de quedar abierto a “lo que es”[3] en la diversidad de formas en que se nos se brinda; atención pura desasida de todo lastre, atención amorosa[4].

Acaso Daniel perciba lo que otros perciban pero su alma no lo asimila del mismo modo. Unos pocos minutos de su vida serian para muchos y muchos como ese cuerno de la abundancia que todo lo nutre y todo lo sana; júbilo, fiesta, jarana, gran abundancia. Ese es su claro en el bosque y su sagrado. Por celeste también sabe de la tiniebla nocturna que todo lo acoge, del Misterio que se brinda en el silencio, del alma sosegada y vaciada acogiendo un vacío insondable en su propia kenosis. La geometría[5] naciendo de la nada y de la noche… Platón, en el Parménides, llamará Unidad a esa esfera más allá del Ser, precisamente por acogerlo todo. La religión de Diotima encendiendo los corazones en la belleza y el eros. Diotima, iniciada en los misterios y sacerdotisa de Mantinea, iniciando a Sócrates y mostrándole una verdad sin contrario que no es. Como iniciada con capacidad de iniciar estamos ante alguien singular en el contexto de las tradiciones mistéricas, alguien a quien se le ha reconocido esa capacidad de transmisión desde una línea de oficiantes pre-existente[6]. Maneja un rito mistérico que prepara, anima y abre corazón e intelecto. Su capacidad es abrir ese espacio de vida y salud. Diotima es una teurga[7] y una sophos -una sabia-. Una de esas antiguas sophos cuya sabiduría persigue, según Platón, la filosofía. En la iniciación que facilitó a Sócrates arraiga y descansa todo Occidente.

¿Resulta casual que desde Daniel nos hayamos deslizado a las tradiciones mistéricas y a la filosofía?. En Daniel queda iluminada la escala entera de la que nos habla Diotima en El Banquete. De lo más mundano a lo más celeste quedando todo ello abierto al alma del hombre. La capacidad de vida del hombre queda así derramada y a la vista; burbujeante y más allá de sus contradicciones el hombre se descubre como un borracho, un danzarín loco capaz de reírse ante el batallón que le va a matar. Como ese personaje de los “Acantilados de mármol”, el Padre Lambros, capaz de esperar las huestes del gran guardabosques con una sonrisa desconocida en los labios[8]. En su alma y en su cuerpo vibrante la buena nueva ha estallado y nadie puede silenciar el estallido que todo lo conmueve. Aquí y ahora. Ahora mismo.

Volvamos a la figura de Daniel. Su presencia nos habla del cuerpo y sus potencias, del cuerpo vivo que más allá de sí queda abierto al darse gratuito de las cosas que son, a esa contemplación de la mera presencia de “lo que es” libre de añadidos humanos, demasiado humanos. El ser de las cosas que son, el amor de todos los amores, la belleza de todas las bellezas, esa belleza en sí que no es…. Su rostro refleja un alma arrebatada que se sabe en un estado más allá del bien y del mal y más allá de toda fractura; un estado de inocencia que ha transcendido el dolor y la coacción del tiempo; de ahí su candor inexpugnable. No se trata de que Daniel no pueda ser tocado por la desdicha o la enfermedad. Más bien se trata de la propia figura de su alma quedando instalada más allá de los parajes inciertos de la existencia. Daniel ha encontrado la vida desnuda que revela su ser pleno; su condición natural abierta a la contemplación de la vida. Habita en en la gran salud irrumpiendo desde ese estado de atención.

Me recuerda a la figura de Tom Bombadil de “El señor de los anillos”; nada le puede alcanzar el alma; ni el dolor, ni la degradación del nihilismo más extremo... Conoce el secreto de los secretos y la capacidad de la vida desatada, sabe de la potencia que desata simplemente ver y escuchar, de la atención desnuda a la vida, de lo más obvio y patente, de lo que, sin embargo, nos resulta más velado, de que todo decrece para volver a crecer, de que las cosas cesan y nuevos tiempos las suceden. Para Bombadil, chapoteando en su vida desbordada, su fiesta es la del cosmos entero. Por eso hay quien en el universo tolkeniano lo ha vinculado con la encarnación de Iluvatar, la divinidad suprema más allá de toda dualidad -“así sea en la tierra como en el cielo”-. David, el hombre en el que se desamarra la vida simple. De temple poco convencional si lo comparamos con el común de los mortales. Su vida es otra. El mundo al que accede es otro. Su capacidad de vida resulta insospechada para el humano medio…

¿Cabe imaginar ese nivel de gozo y esa potencia vital?, ¿cabe amamantarse en su resonar?, ¿cabe una memoria de lo humano que, tocándonos el alma, nos abra la senda de los borrachos?. Platón la deja caer en el Fedro al hablar de esa exaltación del propio espíritu propia de los poetas, de los amantes y de los iniciados en los Misterios, felices en el cortejo de un dios. La filosofía no sería ajena a tales ajetreos; de hecho tales ajetreos la constituyen y, quizá, se quede en muy poco si los olvida. ¿Estamos ante lo más simple y sencillo que cabe imaginar?. ¿Lo mas gratuito y al alcance?. ¿Lo que más ensordeceosse nos complica?. Daniel y Tom Bombadil, desde el bosque discreto de los borrachos, brincan y se carcajean…




[1] Pistis, en griego clásico fe
[2] Del griego kenos vacio. Kenosis vaciamiento. El evangelio se refiere a la kenosis de Dios para significar el habitar de la condición divina de Jesús de su pasión y muerte. Este término tiene una especial importancia en la espiritualidad de los padres de la iglesia.
[3] Sobre la cuestión del ser, de “lo que es” me remito a la entrada
[4] Los términos atención pura y atención amorosa son propios del lenguaje místico de san Juan de la Cruz
[5] Geometría, etimológicamente medida de la tierra
[6] Walter Burkert. “Cultos mistéricos antiguos”. Ed. Trotta, pg 56.  Según recoge Buckert en la ciudad de Alejandría  exigía a los que celebraban misterios dionisiacos referencias fidedignas de quienes los había iniciado en dichos misterios y capacitado para celebrarlos con el fin de proteger su integridad. Según el Edicto de Ptolemeo Filopator que data del año 210 se ordena a  “aquellos que realizan las iniciaciones de Dionisos en el país” viajen a Alejandría y se registren allí, declarando “de quien han recibido las cosas sagradas hasta tres generaciones, y entreguen el hiero logos en un ejemplar sellado”. Como vemos se trata de asegurar, escrupulosamente, la cadena iniciática y de tener constancia del hiero logos, es decir, de las palabras sagradas (por lo que sabemos variedades del mito en este caso de Dioniso), que se glosaban en cada misterio como contexto de la iniciación ritual propiamente dicha.
[7] Posiblemente una oficiante itinerante en la celebración de misterios. Como nos indica Walter Bukert en su libro “Cultos mistéricos antiguos”. En la antigüedad clásica los misterios se celebraban en santuarios específicos, o bien los celebraban oficiantes itinerantes a los que, previamente, se había reconocidos la capacidad de para celebrarlos –cfr. nota anterio-. Ante la celebración de unos misterios estamos ante un ritual teúrgico que proclama el vínculo entre hombres y dioses –los diversos misterios existentes quedaban referidos a dioses específicos - asegurando para el hombre la buenaventura desde la afinidad con lo divino. La iniciación se centraba en el rito y en el hiero logos que servía el contexto imaginario e intelectual del rito.
[8] Cfr. Ernst Jünger.“Los acantilados de mármol”

1 comentario:

  1. Un texto muy hermoso en consonancia con la alegría (quizá incluso entusiasmo) que manifiesta Daniel.
    Esta entrada hace recordar el interés del blog en que se recoge y nos enfrenta a la gran posibilidad que se tiene si se es tocado por la gracia (entiéndase esto como se entienda). Yo, que no me caracterizo por una constante alegría, siempre fui casi escandalizado por la carta de Pablo a los Filipenses ("Estad alegres en el Señor"). ¿Cómo se puede estar alegre desde un imperativo religioso? Es paradójico y, sin embargo, esa imagen de Daniel parece ofrecer la respuesta.
    Algo falta, algo emboba (como el nihilismo, como el temor generalizado) que impide captar la belleza y bondad del regalo cotidiano. Creo que los participantes en algunos misterios, que aquí se mencionan, veían al final la gran maravilla, la espiga de trigo. Probablemente sólo a través de un laborioso proceso pueda alcanzarse lo que vale la pena saber, que lo más verdadero se nos ofrece todos los días como maravilla.
    Coincido en que ese camino de Diotima es el adecuado. La luz no es gratis. En los misterios, en el proceso de búsqueda filosófica, en el encuentro religioso, en la mirada científica, lo más maravilloso es percibido donde siempre estuvo; acaba resultando lo cotidiano.
    Quizá Daniel sonría porque vio. Y la fe, a fin de cuentas, es eso, ver. Arrastramos la carga de que la fe es creer lo que no vemos, cuando es precisamente al revés. Y no será fácil aceptarlo, pero de acoger ese regalo misterioso a través de su maravilla, brotaría la sonrisa.

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