jueves, 14 de marzo de 2019

La generación beat: Los heridos y beatíficos borrachos de Dios




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Beat[1]generation, vagabundos del dharma… Marginales, locos, errantes insatisfechos, nómadas profundamente heridos, gente tocada y en tránsito, lúcidos que saben de sus heridas, almas excedidas y peregrinas, en el filo de una navaja, ajenos a cualquier área de confort, hombres de frontera, emblemas del escándalo, proscritos para la norma, perseguidos sin causa… Saben del por qué de la cicuta que le fue ofrecida a Sócrates. Poco de lo que les pueda ofrecer la sociedad les interesa. Los “vagabundos del dharma” desconfían de lo que brinda la corrección política, saben que de la convención social nada podrán sacar, han tocado la decrepitud y el juego de apariencias del orden social y, también, de toda posición moral. Su desconfianza ante lo instituido es extrema. Desprecian la existencia envasada que nos indican las convenciones sociales y las posiciones políticas al uso….

En su encrucijada estos errantes juegan, ríen e imaginan. Saben de sus carencias. Además de nómadas son colonos que tantean una tierra nueva. Saben de las riquezas del territorio que divisan pero también saben de sus carencias y de su dolor. Les acaecen intuiciones. hojas de vida que danzarinas descienden del gran árbol. Vibrando más allá de sí las ven descender y las recogen al pie de su tronco. Esas intuiciones les muestran el océano de salud que se brindaba en las viejas veredas del espíritu. La bodega interior, el cayado golpeando la dura roca y alumbrando agua…

Con todo, hay saberes decisivos que no tienen. Las escasas raíces y la evanescencia del mundo que dejan atrás les lanzan a una búsqueda que apela a su creatividad y a su propia potencia vital. Instalados en un modo de tragedia crepuscular saben de su debilidad. Son hijos del crepúsculo, de una civilización que se agota. Intuyen una figura por descubrir en el propio misterio del alma. Su compañera discreta es la saudade; esa añoranza que exhibe los colores del crepúsculo.

Los errantes del dharma se asoman a otras tradiciones espirituales, ingieren viejos brebajes iniciáticos; tantean las potencias de la vida anímica, su capacidad de transcendencia, la profundidad de sus raíces y de su dolor. Experimentan con la propia conciencia y con la propia vida. Divisan horizontes y se les insinúan maneras renovadas de vivir y de mirar. La silenciosa saudade les hace deslizarse por el filo de una navaja. En esa arista de penumbra se aquilata su interés por lo fuera de sí, por el viaje exterior e interior. Ahí se abordan los experimentos existenciales y los ensayos de la generación beat; explorando los relieves de un territorio ignoto y poco hoyado, conjurando forma y figura, tanteando vías de tránsito que compartir con otros vagabundos del dharma.. Se trata de elevarse por encima del naufragio discreto alcanzando las claves de una libertad que solo puede ser interior. El beat se sabe golpeado pero intuye la potencia de una vida plena en el interior de su alma... Su mirada al Oriente y al Zen -o su experimentación con fármacos visionarios- será indesligable de su indagación de las potencias de salud que aguardan en la vida del alma. De estos asuntos va esta entrada tras mi efervescente y, por momentos, ebria lectura de “Los vagabundos del dharma”.

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Jack Kerouac. “Los vagabundos del dharma”; un libro de encuentros que, paradójicamente, acaba con una despedida. La de Gary Snyder yéndose al Japón a profundizar en el Zazen y en sus estudios de literatura del Asia oriental. Una despedida que da cuenta del horizonte en el que se ubica el libro. En realidad, el mismo horizonte que intuye la generación beat. Me refiero a esas praxis espirituales capaces de liberar la suficiente capacidad de vida como para superar la tragedia cotidiana y los modos de alienación de la vida moderna. Si en el poema de Allen Ginsberg “Aullido” cristaliza el tremendo diagnóstico beat de las sociedades de control -intuyéndose ya esas potencias espirituales- en “Los vagabundos del Dharma” tales potencias se hacen visibles en tanto praxis al alcance de la mano. En realidad, el viaje final de Snyder a Oriente es una metáfora de gran calado. Oriente representa el continente prometido. La tierra en la que acontece la sabiduría espiritual que, manteniéndose viva, desvela la profundidad de la crisis en la que se halla instalada la cultura occidental. En Oriente se hallan vivas esas prácticas capaces de liberar los enormes recursos de vida y de libertad interior de los que carece el Occidente moderno a pesar de sus fastos y habilidades técnicas; y esto es lo que interesa de Oriente. En el caso de Snyder la mirada a Oriente y a sus praxis meditativas le devolverá un rostro pagano, enamorado de la tierra, que reivindica el propio cuerpo. En el caso de Kerouac una ocasión para renombrar su propia tradición espiritual cristiano-católica de la mano de un Buda generoso. Dentro de la generación beat, o en sus aledaños, poetas como Philip Lamantia o el también poeta y monje trapense Thomas Merton acometerán un viaje similar al del propio Kerouac. Snyder, Keroauc, Lamantia, Philip Whalen, Ginsberg… Un mismo diagnóstico; el de la crisis sentida del Occidente moderno y una misma mirada a Oriente…

En ese viaje de Snyder al Japón se cifra pues el modo de plenitud de la generación beat. Y así lo reconoce Kerouac dedicándole un libro en el que Snyder lo es casi todo. En su reivindicación del cuerpo y la naturaleza y, también, en su invitación al Zazen. Gary Snyder, ese poeta traductor de poesía china, libertario y revolucionario para más señas; hombre de más allá de la frontera al encuentro del nativo americano, enamorado de la tierra -nuestra salvaje madre- y de la vida que bulle en su seno. El gran Thoreau late en su figura...

Snyder deslumbra a Kerouac, en su sencillo estilo de vida, en su acercamiento al Zen, en la amistad que le brinda, en su intelectualidad refinada, en su querencia de una vida libremente salvaje y corporal, libre de códigos abigarrados, en su sexualidad desinhibida y respetuosa…

Kerouac le revelará a Snyder su interés por el Budismo y por su doctrina sobre el dolor y la insatisfacción. Snyder le mostrará a Kerouac el otro lado del Budismo, ese envés discreto de vida liberada que brota desde el diagnóstico que hace el Buda de la cuestión del dolor. Una sensibilidad espiritual arraigada en la vida y la naturaleza; en su experiencia sencilla y directa más allá de las innumerables codificaciones mentales que nos abruman y de todos los deseos introyectados en nuestra vida anímica. Allí donde nace la vida; más allá de donde nace el dolor, la insatisfacción y la frustración. Más allá de esas identidades interceptadas que nos han impuesto a golpe de condicionamientos dolorosos. El Zen será por tanto entendido como una vía abierta hacia la superación del dolor privado y del nihilismo del tiempo contemporáneo, como fuente de inspiración y como praxis en la que poder renombrarse. En el Zen no cabrá fuga alguna de la vida; ni religiosa, ni delirante, ni racional, ni sentimental. De lo que se trata es de abrir la atención, de volver a contemplar, de dejar ser al ser que nos circunda. Silencio y vida iluminada.

Al encuentro con el Zen Keroauc vivirá uno de sus momentos de mayor tensión vital y espiritual. En “Los vagabundos del dharma” le percibimos volcado hacia la contemplación y la capacidad de silencio. Siendo capaz de medir su cuerpo y su espíritu en la soledad de la montaña y en pleno contacto con la naturaleza, cuerpo a cuerpo con la vida, con una notable capacidad de concentración. Muy lejos estamos del Kerouac disperso de “Big Sur”, acechado por el alcohol, el éxito y una sociabilidad que le desgasta y le daña…

La complejidad de la vida de Kerouac; lúcido y luminoso pero con una herida abierta. Kerouac encarnando su propio tiempo que es el nuestro... La propia complejidad y tragedia enunciada por la denominación beat. Lo beat: lo golpeado, lo herido, lo alienado, la lúcida conciencia de quien, resistente, sigue vivo y sin programar tras el golpe recibido. El beatnik se sabe golpeado y dañado;  sabe que solo la vida que se brinda en las viejas veredas del espíritu será lo que le hará salir del laberinto. No cabe concebir revolución política alguna sin una revolución interior. Tal será la quinta internacional que proclame Ginsberg. La América de los cincuenta pasa así a considerarse el paradigma de nuestro tiempo. Una sociedad triunfante que ofrecía a las gentes una utopía de empleados dóciles, de chalecito adosado y de consumo sin límite. Ya entonces había quien disentía de la exigencia de quedar reducido a la condición de ser una simple pieza en un colosal engranaje tecnoeconómico. El disidente e niega a entregar su vida. Añora el contacto con la naturaleza, con el propio cuerpo, tener rostro, vivir al margen de la movilización total para la producción… Esta es la sensibilidad beat; instalada en la toma de conciencia del dolor subyacente a la administración moderna de la vida, a la mecanización y la cosificación de las existencias –las existencias como meros objetos sin rostro que se reponen y administran-; ese dolor indesligable del tejido de renuncias personales que componen la dorada vida del empleado medio. Más allá de la ideología política de cada uno de sus miembros la generación beat tomó conciencia de un enemigo formidable e invencible, de un apocalipsis devenido. Moloch[2], el devora-hombres. Moloch el destructor…. Moloch, el que golpea, vence y dispone de las vidas sacrificadas en su altar. Ante él sólo cabe apelar a algún modo de libertad interior.

El golpe de Moloch había sido recibido pero la vida se revolvía aún en los cuerpos heridos (beat). Ante la tragedia, como bien sabían los griegos, nace el héroe trágico, un héroe que confrontado con poderes que le desbordan muta y transforma su conciencia. En el interior del hombre se alojan reservas inagotables de vigor, un auténtico cuerno de la abundancia de la vida. Así, el hombre, desde la alquimia de su conciencia, es capaz de sobreponerse al golpe y acceder a otro paisaje. Ese paisaje será la esfera discreta del espíritu, la de la inocencia del Ser, la del poder inagotable de la vida más allá de toda escisión o lastre, la de la Unidad de todo lo real La generación beat supo atisbar esa salida, esa posibilidad de la conciencia. Ahí residen reservas inimaginables de plenitud.  Kerouac y Ginsberg en su poética -y también en sus precoces coqueteos con los fármacos visionarios- buscaban esa visión poderosa, esa inspiración del espíritu. Por eso lo beat, en palabras de Kerouac, deja de ser lo golpeado para ser lo beatífico, lo iluminado… De ahí que busque esos instrumentos capaces de renombrar los restos del naufragio; de ahí el viaje al Oriente de Ginsberg, que se pasará en India y Japón un importante periodo de su vida. La generación beat más allá del trepidar moderno y del ruido de la nave que vive el incierto sueño de progresar incesantemente.





[1] Beat (en inglés): el golpeado, el vencido, el sobrepasado, el apaleado, el sacudido.
[2] Moloch es esa figura mitológica meditarránea (fenicio-cartaginesa) que devoraba a quien se le ofrecía en sacrificio. Ginsberg la toma para su memorable poema “Aullido” como imagen que indica la cualidad tanática de la administración de la vida típica de las sociedades tecno-económicas modernas. En manos del Moloch de Ginsberg todo será un objeto del que se dispone y al que se sacrifica

1 comentario:

  1. Genial, ..libros y personajes que me dejaron buen sabor de boca.
    un abrazo
    Caronte

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