De siempre, si algo he valorado en el cine oriental,
es su ritmo lento, la delicadeza que ese ritmo instaura, el detenerse en el
instante, los detalles que emergiendo
terminan tejiendo el todo, la fractura a la que anima con la agitación que nos
gobierna. Atender a algo así, necesariamente, exige de cierto esfuerzo y
disposición por nuestra parte ya que fractura los códigos visuales y
existenciales a los que nos han acostumbrado. También fractura ese tempo veloz que sella las sociedades
hipermodernas y los psiquismos que ésta cincela. Esta fractura nos permitirá
cierto viaje interior al aportarnos otras miradas y otros temples. Temples por
lo demás en retroceso ante la ubicua presencia de esa velocidad que la vida
moderna impone a las existencias. La velocidad en la existencia, básicamente,
significará sucesión de imágenes, dispersión, voracidad y un estrecho margen
para el encuentro.
Si lo afirmado alcanza al lector la película “Una
pastelería en Tokyo”, de la directora nipona Naomi Kawase, a buen seguro lo conmoverá. Conmoverse, quedar
conmovido, moverse con… En este caso con la película. Verse empujado hacia ese
ritmo que, en su lentitud, fractura el tempo convencional... La directora
reivindica su herencia shintoista a la hora de hacer cine y lo hace,
curiosamente, desde el tiempo que instaura atender a la presencia ubicua de la vida. El relato que se nos narra
encontrará su engarce en ese brindarse de la vida que va marcando el paso al
relato. Uno de los personajes, la anciana Tokue, será la intérprete de esa vida; la vida de los
seres vivos que la componen y a los que ya no solemos prestar atención. Esa
vida que nos rodea y que sirve de espejo a nuestra intimidad. Desde tal
perspectiva un golpe de viento agitando los árboles aúpa hasta la atalaya de un
momento olímpico o una pasta dulce de judías, típica de la repostería japonesa,
puede convertirse en la misma dulzura de la vida. La dulzura que nos propone la
anciana Tokue no incorpora sentimentalismo alguno sino esa salud alcanzada que ha
sabido mirar al dolor muy directamente y con determinación. Ese temple del alma
que encuentra su propio horizonte en saber aportar sentido a los nuestros… Tal
será el perfil del personaje de la anciana Tokue.
¿Y quienes son los nuestros?. La película es densa,
grave y, al tiempo, deliciosa. En realidad, resulta demoledora. Es deliciosa
por el mundo que emerge en la mirada del que sabe escuchar la vida. Es densa y
claustrofóbica en la sociabilidad violentada que describe. Una sociabilidad muy
herida en los vínculos naturales entre humanos. La película nos introduce en la
inmensa soledad de tres personajes que se encuentran. Tres marginales sociales
de diferentes edades; una adolescente, un hombre de mediana edad y una anciana.
Al encontrarse se reconocerán y, sencillamente, se comportaran como humanos estableciendo una
discreta red de ayuda mutua. Los dos adultos ya han sido mordidos por la
tragedia y saben del dolor. La adolescente es de presencia dulce y confiada.
Con todo, es alguien solitaria y marginal en su propio ámbito. Conserva la turgencia
y la inocencia del brote joven y aun no sabe de la mordedura bronca y oscura que
conlleva la existencia. El hombre de mediana edad ha visto extraviarse su capacidad
de vida. En sus silencios y gestos se adivina un gran dolor, una herida
silenciosa. Vive aislado del entorno atrapado por su propio sinsentido. El caso de la anciana es diferente. Conserva su propia dulzura y ese es su
cimiento y atalaya. La anciana sabe de la tragedia de la vida pero ha sido
capaz de transfigurar el mundo que la rodea en esa atención a las vidas y a los
vivos, personas, árboles, vientos que nos acarician… Es repostera y toda su
vida ha trabajado con la dulzura. Como digo el naturalismo shintoista abraza la
película con fuerza. En Occidente hablaríamos de la belleza y del Ser que se
nos brinda. En el lenguaje shintoista todo está vivo y los espíritus nos
hablan, nos cuidan y fortalecen nuestro corazón...
Como vemos el relato va de solitarios que se
encuentran. De gentes que, haciendo lo propio de los hombres, saben tejer esos
vínculos de ayuda mutua que amparan nuestra humanidad. En la película el contrapunto
de esta tendencia natural del humano al encuentro será una sociedad fragmentada,
descompuesta y rota de individuos atomizados, solitarios y sin comunitas alguna… La metáfora elegida
por Kawase para reflejar esa sociedad de humanos aislados no podría ser más
demoledora. El aislamiento de quienes viven en una leprosería servirá el espejo
que dispense significado al sinsentido
de una sociabilidad desguazada... “Una pastelería de Tokio”; una discreta obra
maestra, dulce y terrible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario