El mundo del heliocentrismo. Como bien
recuerda Kunh, el nacimiento del método científico moderno y el cambio de
paradigma en las ciencias están en íntima conexión con el debate entre
geocentrismo y heliocentrismo. Quien conoce de cerca el debate sabe que, lejos
de encontrarnos ante un conflicto entre la razón y oscuros dogmatismos o
creencias, nos encontramos con un debate entre dos teorías bien fundadas aunque
con implicaciones completamente diferentes. En realidad, la perfecta
escenificación de eso mismo que llamara el propio Kuhn choque de paradigmas[1].
Hasta el punto de dedicarle un libro entero a este debate de tan
grandes repercusiones[2].
Como ya he indicado el tradicional geocentrismo descansaba en poderosas
razones. Para empezar, respondía a la evidencia empírica de los sentidos –el
sol sale y se pone, aparentemente, girando a nuestro alrededor-. También tenía
de su lado las comprobaciones matemáticas del sistema ptolemaico y sus
complejos epiciclos e, incluso, una bella cosmología
simbólica de gran relevancia cultural cincelada en torno a una determinada
idea del movimiento. El imaginario occidental en el arte, la poética y en la
esfera de las metáforas compartidas le debía mucho a esta cosmología simbólica,
con sus planetas y sus reinos celestes de movimiento perfecto y regular y el
gran azul como más allá y sello de transcendencia.
El
heliocentrismo emergente de Copérnico, Galileo o Kepler respondía al hecho de
que los cálculos matemáticos resultan mucho más simples si consideramos al sol
como centro del sistema solar. Lo que animaba a ciertos investigadores audaces
a considerar la referencia heliocéntrica siguiendo la estela de Aristarco de
Samos a pesar de chocar con tradiciones filosóficas y culturales de enorme
peso. Con todo, las pruebas matemáticas del geocentrismo ptolemaico parecían en
su precisión todavía capaces de afrontar los argumentos heliocéntricos; algo
que desde la perspectiva histórica sabemos que se debía sencillamente a que las
investigaciones heliocéntricas se encontraban en plena fase de elaboración y
desarrollo. El hecho de que la matemática pareciera validar el sistema
geocéntrico, en realidad, no debería sorprendernos ya que el sistema solar es
un sistema dinámico de interrelación gravitatoria en el que nada está fijo y en
el que todo se atrae. Cualquier punto, aparentemente periférico, podría quedar
justificado como centro aunque sea desplegando una gran complejidad matemática...
La pertinencia de hablar del sol como centro del sistema solar responde a que
éste impone una mayor atracción gravitatoria sobre los demás astros; lo que se
traduce en una mayor sencillez en las ecuaciones matemáticas que justifican tal
centralidad.
Con
el tiempo la referencia heliocéntrica fue ganando terreno al ganar en
elaboración matemática y al ampliarse las capacidades de
observación y experimentación con el desarrollo de los telescopios. En plena
pugna entre modelos hubo un cambio de perspectiva decisivo en el que se cifra a
la perfección el choque de paradigmas que emergía tras este debate astronómico.
De entre los intérpretes y actores más privilegiados del mismo estaba Galileo
al apuntar a la mecánica como teoría matemática del movimiento. Lo que suponía
la completa ruptura de los entonces llamados filósofos experimentales con la tradición filosófica aristotélica dominante en
Occidente desde hacía ya varios siglos.
El
movimiento -y con el él tiempo-, desde Aristóteles, era considerado en términos ontológicos en
tanto el proceso que lleva de la potencia[3]
al acto; o lo que es lo mismo de la posibilidad de ser -o ser en potencia- al ser
en plenitud. Este tránsito del ser en potencia al ser en plenitud justificaría
ontológicamente el movimiento. De esta manera se pretendía explicar no tanto
la mecánica y la descripción del movimiento sino su razón de ser y su sentido. Así,
el dinamismo de las cosas que son, de su ir y venir y mutabilidad, de su emergencia, desarrollo y extinción,
encontraría su sentido inmanente en la pugna por el brindarse de su propia plenitud de ser. El
principio más general del movimiento sería el de la realización de las
potencias del Ser; en concreto de ese ser enunciado por Parménides. En síntesis, esta perspectiva, deudora de la filosofía clásica y la metafísica, entendía el movimiento como el proceso de despliegue de las
posibilidades de todo fenómeno y, también, como el despliegue en el mundo
sensible de las múltiples posibilidades que, genéricamente, acoge la idea
de Ser.
De
esta concepción de tiempo y movimiento -el devenir que media entre
el ser en potencia y el ser en plenitud- dependerá la importante idea de finalidad –telos-. Esta será un corolario, una consecuencia evidente, que queda servida desde la natural tendencia de tiempo y
movimiento hacia la plenitud de ser. De ahí que esta finalidad o telos no
sea sino la plenitud emergente que ordena y da sentido a todo el devenir en
tanto proceso de llegar a ser. Esta finalidad o telos, si bien inmanente y permanentemente presente desde su capacidad
de ordenar tiempo y movimiento, transcendería el tiempo lineal precisamente
por ser el tiempo ese movimiento del ser en potencia hacia al ser en plenitud.
Los griegos llamaban ayon o eternidad intensiva al estado del ser
propio del ser en plenitud. Un estado en que nada deviene y no hay cambios ya que, sencillamente, afirma una plenitud de ser inmutable. Todo lo dicho entiende el tiempo teleológicamente, es
decir, dotado de finalidad y sentido. Tal finalidad sería el polo atractor que ordenaría
la vida y todo el devenir cósmico.
En
coherencia con esta sistemática la manifestación -el llegar a ser- de la propia armonía y majestuosidad del cosmos sería la finalidad
general del movimiento cósmico que así retornaría a la Unidad originaria expresando
su sentido, medida y plenitud. “Todo sale de lo Uno; todo retorna a lo Uno”
dirá el aforismo. Consideremos que, en última instancia, toda potencia quedará
remitida a la potencia de la propia Unidad. Se habla de Unidad –la unidad del
cosmos- y se indica un umbral de transcendencia más allá del Ser del que solo cabe decir que todo lo acoge y todo vertebra en su horizonte de sentido… No olvidemos
que toda la cosmología geocéntrica, especialmente en la literatura y las artes,
será comprendida no solo desde el aristotelismo sino también desde las
elaboraciones neoplatónicas renacentistas y desde el encuentro entre ambas escuelas filosóficas.
En
resumen, tiempo y movimiento eran considerados desde un horizonte dotado de sentido; como un proceso
que indica el viático de desarrollo o despliegue de las posibilidades de todo
ser desde lo que sería cierta latencia hasta su propia plenitud a partir de la
atracción ejercida por esa misma plenitud en tanto finalidad de todo fenómeno. Tal finalidad sería, al tiempo, inmanente y transcendente respecto del tiempo y movimiento. Paralelamente, actualizar las potencias de ser de la propia creatividad del
cosmos, esto es, su propia potencia creadora, sería la causa del propio devenir
cósmico, de las llamadas emanaciones a partir de la potencia de lo Uno y, en
general, de una jerarquía ontológica –la llamada Cadena del Ser- que
manifestaría esa potencia creadora. Como
vemos la sensibilidad renacentista y clásica, atenta tanto a Aristóteles como al
neoplatonismo, intentará comprender y justificar la esencia y naturaleza propia
de tiempo y movimiento apelando al sentido que despliegan; éste, a su vez,
respondería a la creatividad inherente a la idea de Ser y a la potencia divina
a la que éste se acoge.
Esta perspectiva no niega la existencia del movimiento espacial -ni la pertinencia de su estudio- aunque acoge su sentido a la indicación de sus causas últimas. Desde su punto de vista este ámbito será el que alcance la verdad última de las cosas que son al indicar el sentido universal de tiempo y movimiento. Consideremos que desde la perspectiva pensamiento griego y la filosofía aristotélica la cuestión de la verdad estará vinculada con la de esos primeros principios que alcanzan las verdades de orden más universal. En la medida en que la cuestión de la verdad quede referida a la universalidad de los primeros principios dejamos en un segundo plano, o acaso más desatendido, el análisis detallado de su mecánica; lo que sería el cómo de lo contingente y lo fenoménico. Como podemos apreciar constatamos el primado de las grandes síntesis en la atención a principios generales; y el del análisis en el primado del estudio de lo fenoménico. Por mucho que el estudio de lo fenoménico facilite determinados avances de orden práctico por permitir controlar y administrar los fenómenos entre una y otra perspectiva, básicamente, advertimos una diferencia de imaginarios, de temples y de disposiciones básicas. Éstas no son racionalizables; una primará criterios de utilidad y reclamará el conocimiento de la mecánica de los fenómenos con el fin de operar sobre los mismos y satisfacer necesidades básicas; la otra indagará en el sentido del encuentro entre el hombre y el Ser desde el imaginario y la representación. A quien estime la mayor racionalidad de la satisfacción de necesidades elementales solo decirle que lo que consideramos necesidades básicas depende no tanto de unas necesidades objetivas sino de las capacidades técnicas en las que nos instalemos, de tal modo que los avances tecnológicos generan y alumbran nuevas necesidades con lo que éstas nunca quedan resueltas. Con lo que la cuestión del sentido no quedará ahí satisfecha. En realidad estamos ante un choque de temples.
Como bien advierte Kuhn y como bien describe en su magistral libro sobre la crisis del sistema ptolemaico y la irrupción del copernicano se estaba jugando el advenimiento de la ciencia moderna al tiempo que entraba en crisis otro modo de hacer ciencia acogido a la razón metafísica en la que primaba la apertura al Ser y al sentido. Tal juego no era sino un colosal choque de paradigmas, de cosmovisiones previas, de disposiciones básicas, de imaginarios…. La prioridad de la razón metafísica era alcanzar verdades universales de tal modo que solo podrá mirar con suspicacia una racionalidad que atendía a las pequeñas verdades de fenómenos específicos y a criterios de utilidad. La razón metafísica, al tiempo, tenía una deriva práctica, la vía de la virtud, y, también, una deriva teológica e incluso mística. No olvidemos que en su mejor declinación la metafísica conectaba con la paideia clásica y con su manera de entender la filosofía como maestra de vida. Como se hace evidente las cuestiones práctico-utilitarias no eran lo suyo aunque acaso si determinadas cuestiones de fondo relacionadas con el sentido de la vida y con la posición del hombre en el cosmos en sus vínculos con el Ser.
Por
su propio lado la razón científica pondrá de manifiesto un
tiempo nuevo orientado desde el utilitarismo y la mentalidad técnica, que dijera Martin Heidegger. Una importante fractura en el devenir de Occidente se abría paso de tal modo que éste vendría a ordenarse desde tal mentalidad técnica. En el paisaje de ese nuevo tiempo destacará la experimentación y la atención preferente al
fenómeno como acceso privilegiado al conocimiento; lo que se traducirá en la cuantificación y la matematización de ese fenómeno reduciéndolo a las
variables que obtenemos observándolo con aparatos de medición. Como dice
Cassirer lo dicho tendrá la condición de un nuevo modo de entender la matemática centrado en la aritmética y la
cuantificación dejándose de lado la matemática cualitativa del mundo clásico grecolatino. Como bien apunta Kuhn, en términos de razón, no hay mayor o menor verdad si comparamos
dos paradigmas diferentes. Uno respecto del otro son completamente inconmensurables -y hasta irreconocibles- ya que disienten en el imaginario y en los temples y en las disposiciones básicas. De ahí
la radicalidad y violencia del choque. Cada cual tiene su propio modo de reconocer lo
real y de elaborar sus propios objetos de conocimiento. Cada cual queda acogido
a una imago mundi específica… La simple racionalidad no podrá nunca dar cuenta de un paradigma en su totalidad sin quedar referida a un imaginario y a esas disposiciones previas.
¿Cabe
integrar paradigmas tan diversos?. Entiendo que si aunque para ello lo decisivo es que se
brinde un imaginario y un temple dispuesto a esa unidad. Las herramientas
teóricas vienen después y caen como fruta madura. Acaso el teorema de Gödel, al
indicarnos como cualquier sistema racional tiene sus áreas de sombra, sus
sesgos y sus condiciones de principio, nos ponga en la pista de esa herramienta
teórica capaz de asimilar una pluralidad de saberes y perspectivas.
[1] Kuhn dedica su libro, el clásico
“La estructura de las revoluciones científicas” a estudiar los choques de
paradigmas.
[2] Thomas S. Kuhn. La revolución
copernicana. Ed. Ariel
[3]
La palabra
griega dynamis - en castellano, potencia- tiene un campo semántico de
enorme transcendencia en la historia de la filosofía y en especial del
aristotelismo. La potencia es la capacidad para llevar a cabo una acción.
Reparemos en que a partir de tal definición cabe distinguir entre el acto -la
actividad ya realizada- y esa capacidad que lo lleva a cabo. Esta capacidad
sería en stricto sensu la potencia. En realidad una disponibilidad de
partida y una condición previa al acto. La potencia de un coche sería poder
alcanzar una determinada aceleración y velocidad. La potencia de la semilla de
un árbol sería alumbrar o llegar a ser un árbol. La potencia indefinida la
capacidad de alumbrar una gama de actos posibles que deben irse definiendo. La
potencia infinita sería la infinita capacidad para alumbrar actos, esto es, una
receptividad y una disposición infinita al alumbramiento de actos.
Metafóricamente cabria entender la potencia como una matriz. El diccionario nos
aporta otra interesante definición de potencia; en concreto la capacidad para
cambiar de estado; lo que supone una sustancia o sustrato previo que cambia de
estado.
A esta
disposición receptiva le podemos añadir otra vertiente de significación ya que
tal capacidad acoge básicamente fuerza, fuerza creativa y energía creadora y es
que del otro lado de tal receptividad encontraremos tal fuerza. Plotino apelará
a esta doble significación de de potencia para caracterizar la Unidad previa a
toda diferenciación y manifestación, más allá del ser. Desde esta perspectiva
la potencia quedaría equiparada a la actividad creadora y a lo agente(no solo a
lo paciente)
Como hemos
dicho Plotino diferencia e integra ambos significados. Aristóteles, en cambio,
ciñe la significación de potencia a esa disposicion receptiva y engendradora
distinguiendo lo paciente y receptivo de lo agente y activo. De ahí la
distincíón aristotélica entre potencia y acto, ser en potencia y ser en acto,
posibilidad de ser y ser que se realiza en el acto de ser. Como podemos
observar Aristóteles distingue nitidamente las ideas de potencia y acto al
tiempo que las vincula estrechamente.
Finalmente
recordemos lo dicho respecto de la potencia en tanto sustancia o sustrato
previo que cambia de estado. Eso mismo será la materia para los griegos; su ser
-ser en potencia- no sería otro que la completa receptividad respecto de la
creatividad divina y sus formas. Tal será la idea de materia en tanto categoría
metafísica. De un modo paralelo la idea de tiempo, su justificación y su
sentido, sería el devenir desde la potencia de ser al ser en plenitud, esto es,
la potencia deviniendo acto.
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