LA GRAN BELLEZA. Italia 2013
Director: Paolo Sorrentino. Oscar a la mejor película extranjera
Director: Paolo Sorrentino. Oscar a la mejor película extranjera
Los personajes confundidos deambulan. Están inmersos
en una belleza irrefrenable y ubicua a la que no atienden. Roma, la citta eterna, es el gran contrapunto de
belleza que se contrapone al olvido de los hombres. Una belleza, cincelada en
el arte, pero que no establece fractura con la belleza natural que a sí mismo
se basta. La belleza es imponente –tal y como los griegos la vieron- y mana a
borbotones en el horizonte de vida. Con todo, y a pesar de su desmedida presencia
los hombres pasan los días sordos, ciegos y desecados en sus respectivas
problemáticas; en sus dolores más o menos discretos, en sus anhelos quebrados,
en el amor que buscan sin saber cómo, en el sinsentido al que se ven arrojados, en
la frivolidad de las clases pudientes, en el dolor de los sin voz…
Respecto de las clases pudientes el tedio no será más que falta de vigor y falta de vitalidad; el empoderamiento de esa muerte discreta –en vida- que se vislumbra en ciertas trayectorias vitales. En la mirada del director, Paolo Sorrentino, esta muerte discreta será casi lo común. Un tedio que, discretamente, mata será lo usual en la sociedad contemporánea con todos sus fetiches de consumo. Vivimos instalados en el tiempo de la movilización total –para la producción- pero también en unos circuitos de imágenes y en unos códigos de representación que invitan y promueven un consumo incesante. El económicamente pudiente será el tipo socialmente dominante. No solo por controlar los resortes del poder y el imaginario sino por haber integrado, relativamente, a una amplia clase media en la sociedad de consumo y en sus propios hábitos de vida. Este dominio lleva al capitalismo a su apoteosis descubriéndose el ocio como la gran liturgia en la que se tratan de desplazar los malestares que suscita el estilo de vida impuesto. Considérese que lo que se consume serán, básicamente, imágenes y modos de representación social -mucho valor de cambio y poco valor de uso-.
Respecto de las clases pudientes el tedio no será más que falta de vigor y falta de vitalidad; el empoderamiento de esa muerte discreta –en vida- que se vislumbra en ciertas trayectorias vitales. En la mirada del director, Paolo Sorrentino, esta muerte discreta será casi lo común. Un tedio que, discretamente, mata será lo usual en la sociedad contemporánea con todos sus fetiches de consumo. Vivimos instalados en el tiempo de la movilización total –para la producción- pero también en unos circuitos de imágenes y en unos códigos de representación que invitan y promueven un consumo incesante. El económicamente pudiente será el tipo socialmente dominante. No solo por controlar los resortes del poder y el imaginario sino por haber integrado, relativamente, a una amplia clase media en la sociedad de consumo y en sus propios hábitos de vida. Este dominio lleva al capitalismo a su apoteosis descubriéndose el ocio como la gran liturgia en la que se tratan de desplazar los malestares que suscita el estilo de vida impuesto. Considérese que lo que se consume serán, básicamente, imágenes y modos de representación social -mucho valor de cambio y poco valor de uso-.
En un tiempo así el cinismo existencial gana terreno
hasta convertirse en el estilo por excelencia. Los que algo saben, saben del
enorme vacío existencial que a todos abraza y de las deformidades del alma que van
tomando cuerpo… En tal panorama Sorrentino ajusta aun más el foco y nos hace
mirar a un grupo de sofisticados “cultivadores del espíritu”; falsos
escritores, falsos “hombres de cultura”, “intelectuales” que viven o pretenden vivir
de la industria mediática y cultural. El tedio y la insatisfacción se les hace
insoportable pero todo lo va tapando el carnaval imaginario de la propia existencia. Al final, lo tapado por toda esa operatoria imaginaria será esa belleza ubicua que ejercerá de contrapunto ante tanto
sinsentido.
Estamos en Roma, la citta eterna, y la Iglesia sella el escenario con su presencia. En
principio, la Iglesia queda retratada en la figura de un cardenal. El foco destacará un personaje vanal a extremos que no desentona entre tanta frivolidad.
Hasta el punto de parecer no príncipe de la Iglesia sino príncipe de lo
nimio. A partir de ahí todo parece complicarse y se insinúan rendijas que acaso
permitan ver más allá del escenario. El cardenal frívolo desvelará junto a su aparente
futilidad una densa vecindad con la práctica de exorcismos y con lo demoníaco imposible de calibrar ni
enjuiciar. Sorrentino no cierra el juicio ni el perfil del personaje con el fin de dejar intacta su enorme ambigüedad. ¿Estamos ante un íntimo del mal ejerciendo de cardenal corrupto de la Iglesia o. más bien, con alguien que se confronta con el mal en la penumbra pero que finge ser un bobo solemne?, ¿es el cardenal un actor polisémico
y versátil que según le viene así se muestra?. Su retrato de la jerarquía
eclesiástica, en la superposición de imágenes que convoca, se hace tremenda.
Todo es frivolidad en el escenario y lo que no lo es
resulta confuso. En esas el espectáculo parece brindarnos un nuevo envasado.
Una beata a la que se reconocen valores de santidad aparece en escena. Toda la
película no será sino el prolegómeno a esta aparición. Vieja y de presencia casi
desagradable parece no ser capaz ni de hablar ni de nada que no sea vegetar. Su
presencia queda mediada por un friqui, delirante y astracanante, que, al parecer, es quien transmite sus
deseos e intenciones. Parece un montaje más, un montaje que ni siquiera intenta
aparentar no serlo, una posición de consumo de baja estofa. Algunos elegidos
son invitados a cenar con la afamada santa. Entre ellos el protagonista de la película,
un dandy culto y fino, en su día escritor de talento, que,
incapaz de escribir, sobrevive en su propio cinismo. Su debilidad e incapacidad
no le impiden mantener cierto anhelo interior, el ojo bien abierto y cierta nostalgia del amor. Su mirar
es testigo de la decadencia que le rodea y en la que él mismo se implica.
Reconoce la belleza pero el motor de su corazón no se activa. En la visita de
esta santa irreconocible, acompañada por un friqui grotesco, le
tocará lo gratuito, lo que se brinda sin pedir nada a cambio, la vida que
irrumpe. La santa se le meterá hasta la alcoba íntima para descansar en su
suelo. De lo poco vivo que se muestra en la película serán estos dos personajes
marginales y, como digo, casi desagradables; en las antípodas de la sociedad de
la imagen. En realidad viven en un mundo aparte. No pertenecen al mundo en el
que se mueven. Hasta el punto de ser completamente irreconocibles.
Al simple contacto con ellos el escritor despertará
a sus talentos y profundizará en el propio rastro que en la adolescencia le dejara la belleza -y que olvidó-. La santa le acogerá en su intimidad y, sin aspavientos, le revelará cierto
secreto que libera: ser capaz de atender a la raíz donde se fragua la vida, mirar al dolor cara a cara, estar a su altura, no olvidar la belleza. El de la santa será un ejemplo será bien nítido: ser capaz de
acoger el dolor del hermano hasta sus mismos tuétanos, saber de esa raíz honda que
nos acoge, saber del amor que al dolor queda abierto; abierto al dolor del
hermano pero también al dolor y al malestar interior… En realidad la monja ha
accedido a otro mundo que no es el convencional. Su incalificable asistente es
de los pocos testigos. El mundo de la gran belleza y el del temple, apasionado y sobrio, que ésta exige… -Conoce todos sus
nombres-, le dirá sobre la monja su desconcertante secretario a nuestro cínico
escritor… Los nombres de una gran bandada de pájaros arremolinada y encantada
por su presencia; acaso todos los nombres de lo vivo, todos los nombres...
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