jueves, 10 de mayo de 2018

Claudio Rodríguez: Tiempo de muerte y retorno


Leo estremecido “Casi una leyenda”, el último libro de Claudio Rodríguez. Vuelvo y vuelvo a sus poemas y toco su acercamiento a la muerte, su desconcierto, los destellos de la ebriedad y la gracia reveladas, la confrontación con la nada que irrumpe, con los amores que siendo se van,  el desgaste y el tedio, la debilidad del cuerpo que todo lo corroe... Nos despedimos y surge un resabio sordo de amargura pero, al tiempo, nos alcanza un Misterio ubicuo y una claridad que duele, un Misterio que es vida, la vida que habitamos, la vida que nos vive. Para el poeta una melodía de salvación que no oímos por ser nosotros mismos sus notas, “Estas sintiendo ahora/ este aire de meseta, el que más sabe/el de tu salvación que no se oye/ porque tú eres su música”.

No podría ser de otra manera. Consideremos que en este poemario la coacción del tiempo y su misterio serán su hebra capital. Cuando el cuerpo va fallando el espíritu se abre al dolor y al olvido. Nuestro espíritu pierde su capacidad de templar en el golpe seco de la enfermedad y del cuerpo doliente; “la mayor injusticia de la vida/es el dolor del cuerpo/el del espíritu/ se templa con espíritu”… Es terrible el diagnóstico. En realidad no es solo el cuerpo, es la intimidad viva la que se va agotando asomándose a su propio término. El instante pierde trazo en el acoso de un tedio plomizo. La lluvia, antaño iluminada, deja de inspirar. Pasa a ser agua que nos lava y nos abisma en una mismidad vacía en la que nada somos. Nos duele el tránsito y tanto recuerdo disipándose: “¿Y no hay peligro, salvación, castigo/ maleficio de Octubre/tras la honda promesa de la noche/junto al acoso de la lluvia que antes/era secreto muy fecundo y ahora me está lavando/el recuerdo, sonando sin lealtad,/ enemiga serena en esta calle”. El poeta azorado mira a los ojos de su propio desconcierto y advierte ese lavado del alma que es olvido en el que la nada y la noche irrumpen. “Ahora es el momento del acoso,/del asedio en silencio,/del rincón de la mano con su curva/y su techumbre de codicia. Ahora/es el momento de esta luz tan tenue,/alta en la intimidad del frío seco,/de este Marzo tan solo”. Lo finito y lo mortal rechinan cuando “se hace de noche y crece el cielo” nos dirá en otro poema. Ante tal tránsito solo cabe el propio acuerdo. Un acuerdo que el cuerpo y la propia vitalidad se resisten a dar. Un acuerdo que deviene silencio, atención pura y apertura del alma... Eros asoma y despierta; “un amor sin dueño” nos dirá el poeta... Como esa mirada sin dueño que encendía la vida en “El don de la ebriedad”... De un lado el propio silencio abierto a la vida y su declinar, en clave pura y simple de atención amorosa, acogiendo y cantando su propio crepúsculo. La mar tranquila del alma, sus aguas claras que todo lo reflejan... Del otro ese “mar que todo lo sabe”. Un mar que es término, puerto y destino, gran silencio que todo lo acoge; “el silencio del enamorado, el silencio que dura”. Una claridad que acaso sea palabra para el alma, “alegría nueva”.

El tránsito es complejo. La muerte y sus aguas suben el nivel y todo va quedando atrás. Nos acosa ese desasosiego y una aduana infranqueable nos lo exige todo… “Estoy llegando tarde. Es lo de siempre./Llega el deseo de claridad,/del silencio maldito ya muy cerca/como aleteo en lunación de alba./Y no hay manera de salvar la vida./Y no hay manera de ir donde no hay nadie./Voy caminando a sed de cita, a falta/de luz./Voy caminando fuera de camino”. Acaso, para vislumbrar ese amor, la gracia deba brindarse inmerso en la tiniebla y la noche. Tal amor es un don, pura gratuidad que no nos corresponde ni poseemos. Ahí el misterio salva y se brinda, “la vida que vive” nos dice el poeta. Aflora la visión vivificante. Esa visión que es receptividad y potencia desnuda del alma. “tanta alegría hacia la claridad,/ tanta honda invernada./Y el cuerpo en vilo/en la alta noche que ahora/se ve y no se verá/y no tendrá respiración siquiera”. El poeta mira estremecido la contracción y la muerte que nos devuelve a la vida de todo, y lo hace con temple; asumiendo su tránsito hacia la nada. Está desnudo; ya no es dueño de nada, ni siquiera de sí.

En el poema “Un brindis por el seis de Enero nos dirá” “Heme aquí bajo el cielo/bajo el que tengo que ganar dinero./ Viene la claridad de la ilusión,/temor sereno junto a la alegría/recién nacida/ de la inocencia de esta noche que entra/por todas las ventanas sin cristales,/de mañana en mañana/ y es adivinación y es la visión/lo que siempre se espera y ahora llega,/está llegando mientras alzo el vaso/y me tiembla la mano, vida a vida,/con milagro y con cielos/donde nada se oscurece. Y brindo y brindo./Bendito sea lo que fue maldito./Sigo brindando hasta que se abra el día/por esta noche que es la verdadera.”

Con todo, este maestro de poetas no se deja llevar en el consuelo de algún género de retórica metafísica. Bien sabe que la perspectiva metafísica, con su haz de sentido ubicuo, de serlo no puede ser consuelo y comodidad sino experiencia viva de una gracia que todo pareciera arropar. El poeta se abre a su propia experiencia, intuiciones y desconcierto dejando ser a la palabra que lo habita; también se abre a la presencia del cuerpo amado en plena contracción, esa presencia que fue y es. “Esta noche de julio, en quietud y piedad,/sereno el viento del oeste y muy/querido me alza/hasta tu cuerpo claro,/hasta el cielo maldito que está entrando/junto a tu amor y el mío”.

Se trata de abrirse, de ser capaz de sentir para así poder ver. La danza del poemario encuentra así su ritmo en toda esta apertura que va componiendo el crepúsculo. En la misma, la finitud y la extinción contrastan con ese cielo salvífico que todo lo termina ocupando porque solo El es. La palabra que nombra tal visión se reconoce enigmática y críptica elevándose desde el trazo de lo cotidiano a partir de todo ese desconcierto. Por eso se nos exige detenernos en cada poema para despojarlo de toda capa que lo encubra y atisbar su aliento secreto. La belleza de la palabra, encendida y vibrante, se hace tan evidente como la recámara del canto; un más allá que supera al propio poeta, un más allá que nos dice y nos mide aunando todo contraste. “Aquí ya está el milagro,/ aquí, a medio camino/ entre la bendición y la lujuria/y la luz sin fatiga”. La música del Invierno en el alma…

La vida íntima del alma, que es vida común y tarea del hombre, se nos muestra en "Casi una leyenda" clara en su actividad. Ésta ya no queda constituida por el furor celebrativo de “El don de la ebriedad”, esa escucha ebria y festiva del ser y su presencia. Hemos virado hacia otros parajes. La atención a la vida que todo lo revela parece detenerse ahora en la muerte que todo lo acoge; ese viento de ocaso, ese blanco sin mácula que devuelve todo color, esa oscuridad tranquila en que los relieves y los afanes se apagan, ese anihilamiento del alma más allá de memoria, inteligencia y voluntad (cfr. San Juan de la Cruz). El poeta mira todo eso en su vida y en su cuerpo; no huye, aguanta el tirón. Y así queda abierto al ser del crepúsculo, un ser en penumbra y bifronte, un ser que muestra un pasaje de retorno a esa esfera de la que nunca salimos. Como en “El don de la ebriedad” se trata de cantar al ser que se desvela; ahora bien, el poeta en “Casi una leyenda” canta el ser de las cosas que son pero no en la Primavera de la vida. Canta a su propio Invierno dirigiendo la mirada al crepúsculo en el encendido que lo ilumina. Así, el poeta queda abierto al ser del ocaso del alma, a lo que éste revela y a la apertura poética que promueve. Somos dichos, lo inefable emerge y, de su mano, también emerge el desconcierto de la identidad. Estamos ante un canto al ser crepuscular. Por eso sus poemas adquieren un tono de enigma, de misterio que se acoge esquivamente a la palabra. Y por eso los versos invitan a varias lecturas, a desfondarse en la belleza del lenguaje, a perderse en el enigma, a volver y volver sobre los versos, versos claros que emergen de lo cotidiano pero escurridizos y crípticos ante el presentir de la finitud. La mirada poética, lejos de interrumpirse, encuentra ahí su yesca. La honradez del poeta es extrema, se abre al dolor y encuentra un viento de meseta que clarea y duele.

¿Muerte?. ¿Invierno?. Resurrección?. En el poema los almendros de Marialba atiende el poeta al frío invernal, a la poda de madera seca, a “la savia sin prisa de la muerte” y al canto en el alma de un Invierno siempre crepuscular. El canto no cesa y, en realidad, es el Invierno el que le canta al alma. El cuerpo se apaga y se inicia el tránsito a las “aguas abiertas”, sin límite ni forma. Ahí, la lucidez del alma, solo puede ser escucha del ser y visión que ilumina. La mirada, encantada y encantante, que atiende al ser retornando a su matriz.  La verdad es también la visión del crepúsculo. La verdad del ser que se enciende y apaga(según medida). El poeta se preguntará “¿todo es resurrección?”; el renacer queda imbricado en el ocaso acogido al propio proceso de la vida toda. Nueva vida, la vida de la vida contemplada por un ser finito y exaltado. En palabras del poeta:

“Después de tantos días sin camino y sin casa
y sin dolor siquiera y las campanas solas
y el viento oscuro como el del recuerdo
llega el de hoy.

Cuando ayer el aliento era misterio
y la mirada seca, sin resina,
buscaba un resplandor definitivo,
llega tan delicada y tan sencilla,
tan serena de nueva levadura
esta mañana...

Es la sorpresa de la claridad,
la inocencia de la contemplación,
el secreto que abre con moldura y asombro
la primera nevada y la primera lluvia
lavando el avellano y el olivo
ya muy cerca del mar.

Invisible quietud. Brisa oreando
la melodía que ya no esperaba.
Es la iluminación de la alegría
con el silencio que no tiene tiempo.
Grave placer el de la soledad.
Y no mires el mar porque todo lo sabe
cuando llega la hora
adonde nunca llega el pensamiento
pero sí el mar del alma,
pero sí este momento del aire entre mis manos,
de esta paz que me espera
cuando llega la hora
dos horas antes de la media noche
,
del tercer oleaje, que es el mío.”

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