Lo que llamamos progreso es esta tempestad
(Walter Benjamin)
Este no es un blog que suela atender a la razón política. Con todo, lo que tenga que ver con el imaginario termina deslizándose hacia lo que se conoce como metapolítica, esto es, a los hornos y crisoles en que se va decantado cómo reconocemos el mundo y, en tal medida, como entendemos el encuentro con la vida, lo político y la projimidad.
La opinión política –y con la misma toda opinión; bien lo sabía Platón- depende de un troquel
imaginario y no racional. De ahí, que en política, básicamente, se opine –no se
piense- recombinándose las propias creencias, suposiciones y proyecciones
respecto de las cuestiones públicas; y no será raro que, como bien dice Martin Heidegger
“las opiniones más extendidas sean los errores más grandes”[1].
La opinión política queda pues instalada en la esfera de las creencias y en las
imágenes preconcebidas que cada cual acoja; las mismas reflejaran nuestras representaciones
y concepciones básicas respecto de lo público y las relaciones sociales[2].
Lo afirmado no debería ser entendido como un prejuicio contra el
imaginario. La capacidad de imaginar queda perfectamente integrada en la
capacidad de conocer y de vivir, hasta el punto de decidir su potencia y
alcance; y a lo dicho no es ajena la opinión política. Esta arraiga en disposiciones
básicas y representaciones sobre el mundo, de carácter previo, que nos
constituyen en nuestra capacidad crítica. Como bien dijo Aristóteles pensamos y
discernimos apelando a imágenes y elaborando lo que nos afecta desde esas
imágenes[3].
Estas actuaran cono esquemas que ordenan en un plano de sentido lo que se nos
confronta. La cuestión es que habrá imaginarios más o menos atinados a la hora
de indicarnos, en un contexto concreto, la urdimbre de lo social y de sus conflictos.
Dada la relevancia que el imaginario tiene en el proceso cognoscitivo
no será raro que existan determinadas imágenes que, desde su poder evocador, faciliten
nuestra capacidad de comprensión por su capacidad para compendiar toda una
cuestión. En tal sentido, resulta especialmente afortunada la imagen de la
megamáquina que maneja Latouche desde el punto de vista de la crítica política
de las sociedades contemporáneas; similar, por lo demás, a la de esa nave
jüngueriana, que se lanza al vacío sin finalidad definida salvo su propia y
creciente aceleración. Una megamáquina que, acaso, pareciera componer un “ser
colectivo” antes que una comunitas
humana por quedar todo subordinado a las necesidades sistémicas de un conjunto
que nadie define ni establece. Tales necesidades responderán al despliegue y
consolidación de esa megamáquina de tal suerte que encuentre en ella misma –y
no en las personas que la integran- su propia finalidad. De este modo tan poco
ingenuo visualizará y entenderá Latouche el presente. Un presente del que sólo
cabe apearse, al que sólo cabe sobrevivir y con el que solo cabe marcar
distancias.
En las propuestas de Latouche reconozco cierta sensibilidad cercana a
la crítica del nihilismo inherente al proceso histórico en curso, cierto aire
jungueriano –por distante- y una disposición romántica que me recuerda a
figuras como la de Henry David Thoreau. En su discurso lejos de reconocerse un
progresista se advierte un crítico duro del progreso y de la programación de la
vida que el progreso exige. No dudo que algún ecopijo pretenda ponerse en la
solapa la cara de Latouche pero lo cierto es que su discurso dista mucho del de
la izquierda realmente existente –si es que atendemos a su génesis filosófica progresista
e ilustrada-.
(2)
Sin piedad. Habrá quien entienda a este teórico del decrecimiento como
un contracultural ingenuo, un neo rural o un hippie loco que aboga por bajarse
de la moto y por el decrecimiento económico. La imagen que nos sirven los
medios de Serge Latouche y de su obra, efectivamente, se corresponde con la de
un ingenuo que nos habla de una arcadia de eco-pijo de fin de semana en la que
nadie cree pero muchos consumen como imagen de culto. ¿Es posible plantearse
políticamente el decrecimiento?... Evidentemente no; a no ser que queremos ver
colapsar nuestra sociedad entera mientras nuestros vecinos afilan los cuchillos
y pasan a descubrir su lado más predador. Con todo, la lectura de “La
megamáquina” deja una sensación de transparencia y pureza que roza la fría
crueldad de un análisis implacable. La misma pureza con la que el héroe
eastwoodiano pasa a confrontarse, míticamente, con el que lesiona y daña a la
vida. Consideremos que el discurso de Latouche transciende lo político para
alcanzar el alma. El decrecimiento en su propia definición nos interpelará en
nuestra forma de vivir.
Como se hace evidente no estamos ante un autor ingenuo, digerible por ese
ecopijo de fin de semana. La crítica de Latouche devuelve indirectamente al
lector la posible complicidad del mismo con la megamáquina, por mucho que éste
la quiera encubrir con ciertas dosis de realismo. En su obra, sin piedad alguna,
Latouche, va indicando la violencia que la vida padece, devolviéndola en el
análisis y la crítica. No estamos ante un libro ingenuo, no; más bien estamos
ante una dureza crítica que no encuentra cuartel ni compromiso. Su principal
diana muchos de nuestros totems: el mito del progreso, la mentalidad técnica,
la permanente satisfacción de necesidades virtuales, el hipercapitalismo
globalizador en siempre acelerada expansión, la tecnoeconomía en permanente
estado de orgasmo, crispación y apoteosis, las vidas de los hombres entregadas y
rendidas ante tales exigencias… Por cierto, las estadísticas de desaparición en
los últimos siglos de especies, de biodiversidad y también de diversidad humana
en lenguas y culturas son pavorosas. Permítanme reseñar otro dato a modo de
broma macabra; los insectos, sin embargo, crecen exponencialmente.
Jünger la llamó la nave, Latocuhe la megamáquina, un entramado que
crece imponiendo a la vida su propia coherencia y su propia autorreferencialidad.
A su lado nada es; todo pasa a quedar integrado como pieza e instrumento de su
trepidación creciente; así todo pasa a deformarse en su aparecer, a desaparecer
en su ousia o sustancia, a quedar troquelado desde las asignaciones y
rendimientos impuestos. El descrito será el paisaje del nihilismo...
Hago notar que lo dicho no solo supone la erradicación de todo espíritu
ajeno a la máquina, de todo ánimo, de toda vida que se brinde sino también la expresa alteración del medio y del paisaje. La vieja comunitas, de rostros y cuerpos
vivos y sintientes, de personas concretas, deja paso a una impersonal trama de
individuos, es decir, de números sin lazo social alguno más allá del que el
engranaje de la máquina administra. La economía deja de ser esa gestión de unos
recursos limitados y susceptibles de usos alternativos, cuya finalidad es el
hombre y el mantenimiento de la
comunitas, para convertirse en el permanente engrosamiento del PIB -cifras y
números; el reino del cálculo a mayor gloria de las sinergias globales-. La
política desaparece. Las decisiones quedan en manos de unos técnicos
especializados, ágrafos de todo lo que sea ajeno a su propia especialización. Estos
técnicos harán aquello para lo que han sido educados por la matrix –ese ente
impersonal- de cara a la administración de su permanente expansión. Tal praxis
política de corte tecnocrático perjudicará a unos y beneficiará a otros
escindiendo permanentemente el tejido social… La realidad pasará a ser
sustituida por la imagen, el valor de uso por el valor de cambio, los cuerpos
por relaciones imaginadas (tengan cuidado con las redes), el sexo por una
pornografía explícita, obscena y visionaria[4],
la cultura de lo libresco por el twit y el párrafo, la contemplación y el
detenerse por la velocidad, las sociedades de antaño, en sus luces y sombras, por
un higiénico totalitarismo que administra vidas y cincela conciencias sin
necesidad de autoritarismo alguno… Todos tenemos coches, nos movemos en coche y
el coche, aparentemente, nos da libertad pero, llamativamente, todos nos
movemos simultáneamente en las mismas secuencias horarias y hacemos las mismas
cosas. Todos juntos configuramos un ordenado ritmo maquinal… Como se hace
evidente unos engranajes tan precisos solo pueden responder a una educación
igualmente precisa. Es Deleuze quien observa cómo el control continuo que
administran los circuitos de imágenes será decisivo a la hora de moldear
conciencias y establecer conductas.
(3)
Antes me refería a una megamáquina… Aquí las referencias del imaginario
son decisivas. Y es que desde la imagen y la atención al mito de la máquina desgrana
nuestro tiempo su intimidad. En tal sentido Lewis Mumford en su imprescindible
libro “El mito y la máquina” nos narrará con precisión el devenir de esta imagen
capaz de sintetizar la mentalidad técnica y de amparar los ideologemas
ilustrados en su modo en su modo de reconocer el cuerpo, la vida y la sociedad.
Adviértase que la mentalidad técnica no solo cosifica y reordena la vida;
también organiza maquinalmente nuestra propia sociedad y la convierte en un
delicado sistema de engranajes cuya única finalidad es el crecimiento del
entramado. Como si de un hormiguero se tratara las partes, los cuerpos vivos y las
personas de antaño, son sacrificables y sacrificadas, administradas y
cosificadas, con vistas a la permanente expansión de los engranajes. La
máquina, la nave… Sin violencia evidente o explícita. Allá donde haya dolor o
exclusión se retirará el foco de atención o se convertirá en mercancía visual.
La violencia explícita será escasa. No olvidemos que estamos en una sociedad de
control que aspira a una administración y programación planetaria. En un mundo así pareciera no haber sitio para la
violencia, esa capacidad de violencia que, etológicamente, ha definido, entre
otras cosas, a la especie humana. Por eso la megamáquina hará descender sus
umbrales anatemizando los perfiles humanos que destilen algo de rudeza. En
realidad, lejos estaremos de un mundo con más paz ya que todo quedará referido
a esa violencia estructural de la máquina que todo lo entiende desde las
identidades espúreas que asigna y los rendimientos que establece. Desconfíen, al
otro lado de un barniz higiénico solo encontraremos esa violencia fría e
impersonal que denunciara Kubrick en “La Naranja mecánica” –más siniestra que
la de los drugos-. Efectivamente, la violencia técnica del control total y de
la extirpación de las actitudes violentas será infinitamente más dura, sistemática
y cruel que la del más perverso de los perversos. Esta violencia pretenderá, ni
más ni menos, alcanzar nuestra alma
Martin Heidegger estudia con precisión el proceso de la técnica; de esta
conversión de la técnica en estructura rectora y en finalidad en sí mismo. En tal
proceso, como bien desliza Heidegger, la idea del progreso será fundamental. Un
progreso ilimitado en que se asegura la permanente satisfacción de necesidades…
Habrá quien exija el aplauso –estoy pensando en ciertas ideologías- para este
mundo mediado por los circuitos de imágenes y, por supuesto, para sus
starlettes intelectuales y mediáticas; un mundo que se muestra capaz de
resolverlo todo desde la economía y el crecimiento. En realidad, cada progreso
técnico solventará una necesidad, en buena medida inexistente, de tal suerte
que el umbral de lo necesario se moverá y quedará establecido desde de la
propia idea de progreso… Lejos de lo dicho Heidegger nos indicará que para
determinar lo esencial al hombre habrá que remover y dejar de lado las
necesidades superfluas. Solo constatando y retirando lo que nos es superfluo
alcanzaremos la tierra firme de lo que no podemos apartar. Solo así alcanzaremos
nuestra intimidad y esencia adentrándonos en una tierra de certeza, en la
esfera, propia y propicia, en que acontece y se brinda nuestra intimidad. Sobre
nuestro ser y esencia decir que no será sino el ser mismo de la vida, su
escucha y experiencia, la mirada que nos revela lo más intimo en lo que nos
circunda; en última instancia esa mirada sin dueño que dijera el poeta que sabe
y festeja y que ninguna necesidad específica busca satisfacer…
Hubo un tiempo, no tan lejano, en que el alma de los hombres la movían
los poetas y los narradores de cuentos e historias y no los publicistas que
operan en los circuitos de imágenes. De hecho así ha sido en la mayor parte del
tiempo del hombre. Al día de hoy los relatos, esos relatos que nos dicen y
constituyen como personas, ya no están en manos de poetas y narradores. Tales
cuestiones interesan bien poco a las praxis de administración de la vida en las
que quedamos instalados. En un horizonte de tal calibre solo cabe esperar el
ocaso de lo humano y la derrota del pensamiento; ese pensar que se detiene en
la escucha y que, admirado, atiende al sentido de lo que contempla con el fin
de indicarlo. En tal panorama acaso también la ciencia parezca derrotada. Esta
no quedará al margen del troquel tecnológico desde el que pasa a ser reordenada.
Ni en términos políticos ni de paradigma la tecnociencia es neutral… Técnica,
operatividad, culto a la administración y la programación de la vida… En
realidad estamos a ante un culto que comparten las élites políticas y sociales.
Tiene razón Lewis Mumford cuando afirma“si
en el curso de los dos últimos siglos los amos y los señores de la sociedad
creyeron en algo, adoraron algo, eso fue la máquina”[5]…
Ahí nos las vemos…
En las últimas páginas de su libro Latouche renombrará la palabra
progreso; un progreso a la medida del hombre y distante del progreso técnico,
un progreso que, lejos de todo mitologema, se ceñirá a esa perspectiva de lo
humanum de la que hablaron los clásicos. El progreso del alma del pensamiento
clásico, la pronoia[6] con la
que los clásicos indicaban el despliegue del ser. No creo que Latouche se
equivoque. En el espíritu del hombre se resuelve su capacidad de vida. En fin,
les recomiendo la lectura de Latouche, una cruel desintoxicación, la expresión
de una disposición bien ajena a los titánicos ritmos de lo mundano, una mirada
capaz de alcanzar ese apocalípsis devenido que nos teje. Antes me he referido a
la existencia de disposiciones básicas que predeterminarían el propio criterio
y la capacidad de juicio político. En el caso de Latouche constatamos una
intensa vocación de fidelidad a la tierra y de escucha de la vida. En las
antípodas de esa nave enfebrecida en su propio fragor y estrépito.
[1] Martin
Heidegger. Ejercitación en el pensamiento filosófico I, 1
[2] Como se
hace evidente esto no quiere decir que, más allá de la mera opinión- no haya
pensamiento político y racionalidad política; ahora bien éste vendrá a
construirse a partir de determinados imaginarios y no pocas veces en conflicto
con los mismos. Hago notar que la racionalidad política tendrá una estrecha relación
con determinados cuestiones de principio que dificilmente serán desligables de
imago mundi específicas. Por lo demás y como se hace evidente cualquier
cuestión de principio no solo puede sino que debe ser sometida a una crítica
racional con el fin de fundamentarla o de cuestionarla.
[3] Para
Aristoteles el llamado sensorium será el que elabore e integre las afecciones sensoriales
resultando las formas sensibles que conocemos.
[4] Considérese
que el mayor tráfico de internet está vinculado con la pornografía y con
imaginerías sexuales que no se traducen en encuentro corporal alguno.
[5]
Technique et civilisation, Le seuil, Paris 1950, pg. 195
[6]
Reveladoramente en griego moderno progreso se dice pronoia. Aunque esta pronoia
de los clásicos bien poco se asemeja al progreso técnico de los ilustrados.