miércoles, 8 de noviembre de 2017

Frankenstein, Mary Shelley, Gonzalo Suárez: El horror





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Remando al viento, con el viento rozando en el rostro, arrojado a la aventura de la vida, al desbrozar del propio imaginario, vacilando en sus tramos angostos, desbordado por ese eros temido y amado, indigente y fecundo como bien nos recordará Platón. Percy Shelley, el poeta romántico inglés y marido de Mary Shelley, nos dirá: “No despertéis a la serpiente / mientras ignore el camino a seguir/. ¡Deja que se deslice la que aún duerme / sumida en la honda hierba de los prados! / Ni una abeja la oirá arrastrarse”. Habrá quien quiera huir de la serpiente imaginando una vida sin sombra aventurándose en un mundo gélido saturado de un blanco polar de hielos perpetuos. Con acierto, Gonzalo Suarez, en “Remando al viento”, su película dedicada al relato de Frankenstein, recoge la intuición de su autora, Mary Shelley. Quien así quiera salir del laberinto mucho dejará en el camino; su vida, su cuerpo, su propio imaginario, ese eros que aporta vitalidad y calor pero que -ya lo dijo Hesiodo- opera en el caos y la noche, la propia forma que encuentra arraigo en ese entresijo sin fondo. El precio de la huida polar será alto. En el original de Shelley el Doctor Frankenstein morirá, intentado redimirse, persiguiendo el horror desatado del monstruo hasta los hielos perennes del Ártico. La persecución solo será una huida de sí mismo ya que el monstruo le será demasiado íntimo como para pretender cazarlo allende de su vida interior. Shelley vinculara lo monstruoso con el frío y el hielo. En una de sus cartas expresa su intención de que su relato “hiele la sangre”… En lo gélido, efectivamente, la sangre se detiene en nuestras propias venas y arterias y la vitalidad del cuerpo decae, la del alma también. Con todo, Frankenstein y su criatura intentaran resolver su destino en los parajes de la gelidez. Solo tras la muerte del científico el monstruo se inmolará a sí mismo consciente del despropósito y la irrealidad que esboza. Él nada es al margen de su creador. Atinadamente, el director de “Remando al viento” en su elaboración de este mito moderno apuntará a ese horror que trajina en lo elemental y en nuestra intimidad. Un horror que porfía por colapsar nuestra capacidad de vida y calor, un horror íntimo y privado. Lo monstruoso en el alma. Para indagar en lo montruoso, en lo que no quiere ser, no hay que mirar más allá de sí. Muchos en la historia nos lo han recordado.

El relato original de Shelley es una de las obras maestras del XIX. Podemos referirnos a él como a un mito en su sentido más originario, una visión que traslada un horizonte de sentido en la palabra a través de imágenes y metáforas. En su expresión lo romántico encuentra una de sus expresiones cimeras y lo moderno queda radiografiado con una intuición magistral. Se critica con dureza la modernidad ilustrada y una técnica desbocada que, postreramente, creará monstruos; una técnica que, dependiendo del dominio inconsciente de lo humano, terminará por hacerlo eclosionar y revelar el horror de ciertas trastiendas del deseo y la imaginación. Para el romántico el devenir técnico de Occidente –el imperio de la mentalidad técnica- alberga una patología del imaginario que desatiende la totalidad de lo humano; una visión de empoderamiento supremo del hombre. En tal visión nada se resistiría a las capacidades técnicas del hombre. El problema es que las visiones que albergamos terminan por arraigar en la realidad que habitamos y, como es el caso, pueden llegar a  devolvernos nuestro propio horror y nuestro interior quebrado. El horror que subyace a tal visión, efectivamente, pugnará por revelarse.

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Calibremos el profundo calado de la crítica que hace Shelley de la mentalidad tecnocientífica. Estamos ante una fe y un entusiasmo compartido que organiza su liturgia desde el culto a los fastos de la técnica. El movimiento romántico ya había cartografiado, a comienzos del XIX, las grietas y el saldo de aniquilación de lo humano que dejaba el proyecto ilustrado. Esta fe tiene sus sacerdotes, es decir, sus intermediarios. Shelley organizará su crítica reparando en uno de esos sacerdotes. Esta fe, a la postre un modo de iluminismo, desplaza su sombra al fondo de la memoria. Por eso desconoce casi todo de la pasión de control, de empoderamiento y de poder absoluto en la que arraiga; una pasión en la que todo pasa a ser cosificado, objetivado como algo sobre lo que operar, lo “otro” a domeñar, lo que debe sernos útil y rentable… En tal orden de cosas nada queda sino el hombre que todo lo compone atendiendo a su propia satisfacción; lo demás, como tal, se esfuma; no queda más que satisfacción de rendimientos. Tal praxis de cosificación responderá a deseos y necesidades siempre crecientes. Estos nunca quedarán colmados ya que los deseos y las necesidades humanas serán permanentemente figuradas a partir de la actividad del propio imaginario. Siempre habrá un nuevo horizonte y nuevas figuras de deseo que alcanzar. El encuentro con la vida y esa atención a la totalidad de lo humano quedará completamente desplazada por la permanente praxis de cosificación. El hombre no parece tan fácilmente reducible a la satisfacción de necesidades y rendimientos siempre cambiantes. Algo quiebra en lo profundo si se le reduce a esta programática.

Atendamos al relato; Mary Shelley, reveladoramente, lo titulará “Frankenstein o el moderno Prometeo”. En el mismo un científico reputado, el doctor Frankenstein, quiere llevar a su apoteosis la capacidad tecnocientífica del hombre. Shelley elige una imagen poderosa: la creación de vida a partir de la muerte. Frankenstein es un visionario confundido y vacilante, un Prometeo mesiánico e incierto; un fanático del progreso pero, sobre todo, un devoto de sus propias capacidades. El resultado de la pretensión de este científico será la creación de un monstruo, su monstruo, un monstruo que se sabe suyo y le interpela. No es un monstruo cualquiera. Es su propio monstruo, en palabras de la autora, “el horrendo huesped”. La encarnación de los deseos más oscuros de su creador; el reverso horroroso de sus propias visiones, ese reverso que desvelará lo oscuro de la pragmática de control total que subyace a la mentalidad técnica.

De un modo magistral esta romántica inglesa vinculará el carácter monstruoso de la técnica con los extravíos del imaginario y del deseo. Su intención en el relato es indagar en el horror, en ese horror capaz de “helar la sangre”, el horror por excelencia, un horror primigenio que encontraríamos a la base de todo horror y a la base, también, del mesianismo científico. El ser humano, prometeico, ebrio de sí y sin capacidad de manejo de sus propias visiones, quedará a la merced de sus propios sueños y fantasmas y de la erótica oculta que las subyace… Este será el horror extremo; el horror por el propio fantasma y por poder quedar a su merced… Y así podrá suceder porque nuestra imaginación y deseo crean y tejen realidad, la realidad que nos circunda. Saber de nuestras intimidades con el horror sería lo que nos hiela la sangre… Paralelamente, la quimera de crear vida a partir de la muerte manifestará una imaginación enferma y prometeica que desvela un fantasma, dispuesto a todo y sediento de poder. Es el propio fantasma del Dr. Frankenstein. El monstruo será su corporeización. Conviene saber que en el original de Shelley el monstruo en ningún caso recibe el nombre de Frakenstein. De hecho queda innombrado para subrayar su perfil fantasmático.  El texto se refiere a él con apelaciones indirectas como “la criatura”, “el huesped”, “el engendro”.

Como podemos observar Shelley toma partido frente al mito del progreso y a los fastos del dominio técnico de la vida. Considera al hombre que queda poseído por la mentalidad tecno-utilitaria como una perversión de lo humano. A partir de lo indicado irá desgranando su crítica desde la perspectiva propia de la llamada imaginación creadora. Como ya se ha apuntado, y desde la capacidad de la imaginación de prefigurar las posibilidades de encuentro con la vida, ésta, en su caso, podría terminar por conducirnos al terror y al caos... La historia del Dr. Frankenstein es, efectivamente, la historia del imaginario dejado a su propia capacidad de desvarío, generando monstruos desde su propia actividad. Precisamente por eso estamos ante el horror de todo horror, el horror íntimo de un eros extraviado que anima y estimula a los propios fantasmas. El poema de Percy Shelley será recitado en varios momentos de la película “No despertéis a la serpiente / mientras ignore el camino a seguir…”

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La actividad del imaginario albergaría posibilidades de tránsito no tan fatuas. De las mismas dependerían modos muy diversos de acceso a la realidad. Nos movemos en las veredas de la imaginación creadora y de un misterio –el del ser- que se expresa atendiendo a la propia capacidad del imaginario humano. El romanticismo poetizará, narrará y pensará atendiendo a la relevancia cognoscitiva de la imaginación; con lo que entenderá la actividad del imaginario como un jalón del proceso cognoscitivo. Para el pathos romántico la vida del alma encontrará su correlato en su manifestación exterior, es decir, en la encarnación y corporeización, de las propias visiones y anhelos. Así, interior y exterior quedaran completamente enlazados. Gonzalo Suárez, con enorme acierto, asentará su recreación del mito a partir de estas sendas de la imaginación creadora. Las diversas posibilidades de tránsito dependerán de la propia capacidad de visión. La salud del alma y su capacidad de equilibrio será la figura a partir de la cual tome forma nuestra vida. De ahí la advertencia del poeta Percy Shelley, el marido de Mary. La serpiente, el deseo, lo terrestre, la vitalidad encendida del cuerpo debe saber hacia donde orillarse antes de ser despertado… Con acierto, Gonzalo Suárez transformará este poema del marido de Mary Shelley en una de las claves de interpretación de la película y al propio talento creador de Mary en el espejo mismo de la imaginación creadora. La imaginación crea vida, efectivamente, ya que ésta se hace carne y troquela nuestro vivir. Según imaginemos así viviremos y con frecuencia esta capacidad de imaginar nos desbordará. Imaginar y desear será uno y lo mismo… Hesiodo hace arraigar el eros en el caos y la noche. Platón lo vislumbró tan indigente como fértil. Ambos lo entienden como ese vigor capaz de alcanzar la forma plena pero creciendo desde la ciénaga. En tal sentido la sombra, esa sombra que dijera Platón, dinamizará la tarea del alma. “Remando al viento” no desmerecerá una tarea tan compleja como la de recrear un clásico, un mito moderno, tan lleno de orillas. La película nos arroja de lleno a la sensibilidad romántica; tan cercana, tan íntima, tan moderna, tan contramoderna, tan inquieta y arrebatada, tan deseosa de una nueva frontera, tan vacilante… Suárez apostará por entender el talento creador y narrativo de Shelley desde su capacidad de enhebrar vidas y destinos. En su relato Mary Shelley, magistralmente, ubicará la sensibilidad romántica en lo que será la fractura que la constituye. La actividad del imaginario, efectivamente, será capaz de tejer realidad. Ahora bien las tramas de realidad que se alcancen serán muy diversas y no necesariamente halagüeñas.. Del perfil y cualidad de esa actividad dependerá la apuesta romántica por una visión capaz de alumbrar una vida plena o el descarriarse en la propia imaginación. De la salud del alma, de su estado y de su capacidad de libertad, dependerá el proyecto romántico.

La primera generación romántica es la de Schelling, la de los hermanos Schelegel, la de Novalis, la del circulo de Jena, la de Hölderlin…. El romanticismo del héroe y el único que diría Argullol. Este primer romanticismo ve en la mirada del poeta y en su capacidad de visión una vía abierta al despliegue de las potencias de la vida del alma. En esa mirada todo, la vida misma, alcanzaría su propio estado de plenitud. El mirar poético alcanzaría a reflejar la cima extática del hombre y, al tiempo, la unidad de todo lo real en el Bien, la Verdad y la Belleza; esa unidad que es medida de todo y que devuelve, en la mirada capaz, un mundo equilibrado y en armonía. Los románticos aspiran a un nuevo inicio y a una gran reforma de la cultura occidental a partir de una poética que cante el ser en plenitud capaz de vivificar lo mejor de la propia tradición. Aspiran a un nuevo inicio para Occidente, a un retorno a las fuentes más originarias que vivifique el presente y configure devenires de momento inéditos. Hay que hacer virar la modernidad, encantar el devenir y superar el nihilismo de la modernidad ilustrada… Para alcanzar esa finalidad no podemos mirar atrás. El tradicionalismo no nos vale. Como digo, hará falta un nuevo inicio que permita beber del manantial de lo originario.
Shelley será más escéptica y advertirá de las cavernas del imaginario ya que éste nos desbordará a partir de nuestras propias escisiones. En tal sentido Shelley coloca al romanticismo ante su propia fractura. Parafraseando a su marido Percy si el eros no está maduro la serpiente no sabrá la dirección que debe tomar destruyendo al que indaga en su capacidad de visión. No olvidemos que la modernidad libera el imaginario del hombre al relajar toda programática respecto del propio desear. Sin una gimnasia del deseo, el imaginario quedará a su suerte y sin esa dirección que reclama Percy Shelley. Consideremos que la crisis de la religión y la moral tradicional, entre otras cosas, hizo quebrar la misma idea de gimnasia del deseo y arrojó la ética a una difícil fundamentación. Tal crisis constituye el andar vacilante e indeciso del hombre moderno.

La reflexión de Shelley resulta magistral. Precisamente la soledad e indigencia del hombre moderno será lo que obstruya la realización de las grandes intuiciones románticas, lo que haga inabordable el propio imaginario, la que abisme a las propias contradicciones del eros... Shelley advierte la fractura en la que queda instalada no solo la modernidad ilustrada y la tecnociencia sino el romanticismo como tal. La liberación del imaginario exige de una gimnasia del alma que promueva esa gran salud que permita el despertar de la serpiente. No será casual que en las sucesivas generaciones románticas las intuiciones unitarias de los primeros románticos y su modo de entender la imaginación creadora -volcada hacia una imaginatio vera- son dadas de lado en la primacía de lo irracional[1], de lo oculto y lo misterioso, del horror frente a lo civilizado, de la pseudoespiritualidad y la parodia frente a lo iniciático…. Lo romántico será, por tanto, origen de expresiones culturales de lo más diversas y, a veces, completamente contrapuestas; unas fecundas y otras completamente desnortadas. De ahí la complejidad en el juicio que exige saber ponderar el pathos romántico

Mary Shelley, de un modo magistral, será quien nos advierta de esa fractura que constituye lo romántico en su apuesta por la imaginación creadora. Vean la película de Gonzalo Suaréz, tan centrada en la Shelley. Lean el relato original. Dado el éxito mediático de Frankenstein las ulteriores recreaciones del relato de la Shelley acaso hayan velado la pluma penetrante que está detrás. Y el caso es que ésta debe ser puesta muy en primer plano en el centro. Mary Shelley, una de las grandes hermeneutas de la modernidad. La autora de “Frankenstein o el moderno Prometeo”





[1] Redefiniéndose así la crítica a la razón ilustrada



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